Una suerte de mujer/monumento que no necesita más que su nombre para que todo el mundo sepa de quién se habla

Mariluz Escribano tiene toda la elegancia del mundo en su mirada cargada de paciencia y del marrón de los surcos de la tierra de su familia, allá por el Burgos profundo de los agricultores estoicos ante las inclemencias del tiempo. Nació en un tiempo de luchas fratricidas, con vientos de muerte surcando un horizonte que segó la vida de tantos hombres buenos, entre ellos, su padre. El pecado de don Agustín, que así se llamaba, fue ser Director de la Escuela Normal y haber fundado en Granada la Residencia de Señoritas Normalistas, un lugar para acoger a las niñas pobres de los pueblos que querían estudiar. Para ello contó con la ayuda de otra profesora que luego se convirtió en su esposa, Luisa Pueo, represaliada por las mismas circunstancias: luchar por una educación en la que todos tuvieran idénticas oportunidades.

Así, Mariluz, niña sin padre a los nueve meses, marcada por el horror de la guerra, ha vivido inviernos fríos dando clase en Ohio en los años sesenta, primaveras largas de paseo y tertulia, veranos en Fuengirola y otoños de pasión por Granada. Y ahora, cuando el tiempo ha puesto las verdades en su lugar, esta Andalucía nuestra, plural y heterogénea, tan rica de tradición y modernidad, le ha entregado su bandera y ella ha respondido con un discurso que ha sido una declaración de amor a los valores de lo que implica ser andaluz: un pulso herido que sonda las cosas del otro lado, como ya afirmara Federico. Los andaluces, efectivamente, somos distintos.

Tenemos un nosequé de tristeza engarzada con la magia secreta del apego a nuestros orígenes de hijos de labriegos, de gente humilde que ha trabajado de sol a sol. Y Mariluz tiene las raíces fuertes del olivo, con un fruto perenne en forma de verso formidable, de artículo contundente, de conversación sabia de quien ha vivido tanto que está de vuelta de casi todo. De quien no teme a nada, porque su vida es tan limpia y transparente como la risa de un niño. Por eso, sus manos, que son un privilegio de ternura, se mueven con gesto tranquilo, acompañando la palabra de un secreto cómplice capaz de entusiasmar y conmover a partes iguales.

Será por eso que el milagro de su compañía es un bien preciado para todos: desde los jóvenes poetas que empiezan y acuden a su casa, abierta al sol y a la amistad, hasta los amigos de siempre, de esos que ya cada vez quedan menos porque el tiempo se ha cobrado su tributo de complicidades con las desapariciones de Isabelita Roldán, de Eduardo Carretero, de Juan de Loxa, de tantos que fueron protagonistas de su vida.

Pero queda el consuelo de haber compartido ideales y luchas con personas genuinas que han construido el modelo de tierra libre, serena y comprometida en el que hoy vivimos. Mariluz, mechón azul y risa leve traspasando atardeceres lentos, corazón inmenso siempre en guardia contra la injusticia, palabra medida de poeta extraordinaria recuperada en los umbrales de su otoño vital, es ya patrimonio de Granada. Una suerte de mujer/monumento que no necesita más que su nombre para que todo el mundo sepa de quién se habla. Una bandera que ondea en el horizonte como ejemplo de granadinismo, de la Andalucía auténtica que ni se compra ni se vende porque no tiene precio.

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