24 noviembre 2024

 La Vanguardia publicaba un largo reportaje sobre la reinvención de los partidos políticos, repasando toda una serie de plataformas, movimientos, mareas y agrupaciones surgidas por media Europa durante los últimos años que se presentan como alternativa a los viejos dinosaurios partidistas.

El artículo es excelente; el autor ha entrevistado un buen puñado de politólogos (incluyendo a gente de esta casa) que dan en agregado un sólido repaso a por qué estamos viendo esta crisis en los partidos políticos tradicionales. Leedlo ahora mismo.

El artículo me ha planteado una pregunta: ¿están estas nuevas estructuras de representación política aquí para quedarse? La idea principal detrás del surgimiento de muchas de ellas es que los partidos tradicionales son demasiado torpes, demasiado inflexibles, demasiado fosilizados como para responder a las demandas de la población de forma efectiva. Los partidos políticos tradicionales, con sus estructuras burocráticas, agrupaciones locales, elaborados sistemas de toma de decisiones y reglas arcanas para escoger líderes son organizaciones francamente antipáticas y torpes. Cualquiera que haya pasado más de diez minutos en una junta ordinaria para escoger vocales para una junta provincial sobre la ponencia política del programa de las municipales seguramente compartirá esta opinión. Como todas las instituciones políticas ahí fuera, sin embargo, esta clase de estructuras son así por un buen motivo.

Benjamin Disraeli, hipster victoriano.

Mi definición favorita sobre qué es un partido político es de Benjamin Disraeli, un primer ministro conservador británico de la época victoriana: “party is organized opinion“, un partido político es opinión organizada. Es una buena definición, creo,  porque captura los dos pilares de un partido, representación (opinión), y agregación de preferencias (organización). Los partidos hacen ambas cosas, y deben ser efectivos en ambos aspectos.

Los votantes, y los líderes las nuevas formas alternativas de participación política, se fijan sobre todo en la segunda parte de la definición, la opinión. El “no nos representan” fue una de las frases más repetidas del 15-M, y es una de los fundamentos retóricos de Podemos, la Crida, CUP, En Marche, y prácticamente cualquier movimiento ciudadano en tiempos cercanos. Los partidos han dejado de escuchar a sus ciudadanos, sus opiniones; necesitamos por tanto algo distinto a los partidos que haga mejor ese trabajo. Participación directa, asambleas, un líder carismático, un movimiento ciudadano, el pueblo, lo que sea; algo que refleje lo que los votantes quieren.

La crítica del fracaso de los partidos políticos como instrumentos de representación es, probablemente, acertada. Dios sabe lo mal que se ha gobernado en media Europa los últimos años. Aun así, creo que olvidar el adjetivo que abre la definición de Disraeli (“organizada”) es peligroso.

Los politólogos hablamos de los partidos como “mecanismos de agregación de preferencias”; son una máquina, una institución, que coge opiniones, las mete en una batidora, y sacan un programa electoral que con un poco de suerte será algo coherente en el otro lado. Agregar preferencias no es en absoluto sencillo, porque como repetimos por aquí a menudo (llevamos dos libros sobre ello), la idea de que existe un interés general, o incluso un interés de clase coherente, es bastante problemática. Cualquier programa de gobierno, incluso uno que adopte medidas ilustradas de un tecnócrata inspirado que hagan aumentar el tamaño del pastel, siempre tiene ganadores y perdedores relativos, y exige acuerdos, negociaciones y sacrificios para ser adoptado.

Estas negociaciones se producen dentro de todos los partidos políticos, movimientos, plataformas y estructuras asamblearias que uno puede imaginarse, sean de forma explícita o de forma implícita. Incluso en engendros que nacen en teoría para preocuparse de un sólo tema (“independència!”), el cómo, quién, cuándo y dónde importan, y el qué narices hacemos sobre los 3492 otros temas que deben a ocupar a un gobierno también. La decisión de ignorar completamente una materia (“primer república!“) tiene una decisión distributiva implícita, al fin y al cabo; los “perdedores” del sistema político actual tienen que sorberse los mocos hasta que se resuelva el “otro problema”.

Un partido político, por muy justa que sea su causa y muy prietas que estén las filas, tienen que que decidir sobre un montón de temas cada día, empezando sobre qué les importa, qué dejan de lado, y quién manda en este garito. Llegar a acuerdos es relativamente fácil cuando una organización es joven, todos amamos al líder y nadie va a pararnos, pero se vuelve cada vez más complicado cuando el movimiento crece, los recién llegados empiezan a hacer preguntas, el jefe se ha comprado un chalet en la sierra y ya no parece tan carismático como antes, y surge algún imprevisto. El pastel puede estar creciendo y el chiringuito está ganando apoyos, pero cada paso que demos tiene necesariamente ganadores y perdedores, y alguien se va a quedar sin ir a listas en las próximas elecciones.

La cuestión es, resolver conflictos es complicado. Las sociedades modernas tienen enormes estructuras y sistemas institucionales dedicados a este menester, y hay una profesión entera, los abogados, que se gana la vida con ello. En condiciones ideales, todos intentamos evitar tener que recurrir a un letrado, porque es caro, farragoso y complicado. Creo que también todo el mundo es consciente que una sociedad sin tribunales, picapleitos y un estado con monopolio de la violencia para solventar disputas sería un lugar mucho más caótico, violento y desagradable que el mundo actual.

Las barrocas instituciones internas de los partidos políticos tradicionales, cuando no están actuando como una parodia de una novela de Kafka, existen para resolver esta clase de disputas. Los partidos tradicionales son burocráticos y reglamentados no por capricho, sino fruto de una adaptación institucional bastante consciente. Los políticos en los albores de la democracia representativa entendieron rápido que podían legislar de forma mucho más efectiva si sumaban fuerzas, y entendieron también que eso requería cierta organización interna para manter una estrategia coherente. Los partidos de masas, sucesores de esos primeros partidos de cuadros, entendieron también que una organización coherente exigía una organización institucional efectiva, y construyeron las estructuras que vemos hoy, medio oxidadas, en los partidos tradicionales. Estas estructuras estarán anticuadas, tomadas por una oligarquía de partido inamovible o corruptas hoy en día, pero son el resultado de una necesidad real de resolución de conflictos internos.

Podemos debatir si las viejas estructuras de socialistas y populares, laboristas y conservadores, socialistas y gaullistas, o del resto de viejos partidos europeos eran o no insalvables. El PSOE llevaba años muerto, y súbitamente ahora parece gozar de buena salud; los laboristas británicos lejos de hundirse acabaron por reinventar el partido con Corbyn al frente; al PSF lo estamos enterrando. Mi sensación es que de cara al futuro, la supervivencia o no de los nuevos movimientos alternativos a los viejos partidos dependerá en gran medida sobre cómo diseñan sus estructuras internas, y en qué grado pasan de ser las organizaciones personalistas, movimientos de protesta o dedicados a un sólo tema a una estructura institucionalizada estable. Esta institucionalización no tiene por qué ser burocrática al viejo estilo de los partidos de masas ( veáse la CUP, aunque es más oligárquica de lo que parece),  pero los movimientos que no se muevan en esta dirección es muy probable que acaben por tener problemas a medio plazo.

La “reinvención” de los partidos nos va a traer nuevas formas de organización, pero las exigencias organizativas de los partidos no han cambiado. Sospecho que a medio plazo las mismas presiones que llevaron a la proliferación de reglas e imposición de orden en los viejos partidos de masas acabaran por hacer que sus sucesores se parezcan a ellos.

¿Por qué tenemos partidos políticos?