«LA NOCHE DE LOS MISTERIOS»Por Alberto Granados
Uno del los primeros cuentos que escribí, sin demasiada técnica, estaba dedicado a Juanjo Ibáñez, que hoy cumple años y celebra su sanjuán. Ahora me da hasta vergüenza, pero os lo copio-pego (mi primitivo blog desapareció).
-¡Esta noche es distinta a todas, Juanjo! ¡Noche de San Juan! ¡La noche de los misterios! -mi padre me lo decía con un entusiasmo impropio de su carácter reservado y hosco.-Deja de decirle tonterías al niño -le espetaba mi madre ante la mirada recriminatoria de mi abuela, siempre hostil con mi padre.-¡Tonterías! Parece mentira que lo digas tú… -y mi padre estallaba en una obscena carcajada que hacía que mi abuela se adelantara unos pasos, como ausentándose, en una imposible ausencia, que le permitiera no oír, no recordar.Mi padre siempre me demostró a mí todos los afectos. Con mi madre y mi abuela siempre estuvo distante y falto de efusiones. Con mil esfuerzos, me había mandado interno a la ciudad. Quería que yo estudiara.
Que tuviera un porvenir que a él le había sido negado por muchos motivos: la guerra, el casamiento precipitado con mi madre, la falta de trabajo…De cualquier forma, aquel hombre seco se transfromaba esa noche mágica. Parecía que la fecha tenía un poder oculto sobre su espíritu. Me hablaba sin cesar mientras encendía la fogata, después de haber descargado de la camioneta, entre los dos, toda la impedimenta preparada para aquella noche: leña y maderas viejas, cervezas y refrescos, carnes, chorizos, mantas, toallas, anís…Nos acompañaba mi prima Ana, que acababa de llegar de Barcelona. Su familia era el primer año que fallaba para la noche de S. Juan. Este año iba a ser una fiesta menos numerosa, menos animada.El fuego estuvo pronto en todo su apogeo.
Las chuletas, los chorizos chorreban una pringue que crepitaba al caer sobre las brasas. Mi padre se tomaba un vino tras otro, con el reproche implícito de mi abuela. Tras comer como salvajes, las tres mujeres se tomaron un refresco mientras mi padre empezaba con el anís.Ya soñolientos, dieron las doce. A lo lejos, en el pueblo, se vieron los cohetes. Mi abuela -¿quién lo diría?-, mi madre y Ana se alejaron entre risas mientras mi padre adquiría un brillo distinto en aquellos ojos escrutadores. Iban a bañarse desnudas, con las mil prudencias que la situación les exigía.
Mi padre se calló de pronto. Toda su alegre locuacidad desapareció hasta que las tres mujeres volvieron muertas de frío a sentarse junto a las brasas. Ana venía cubierta con un albornoz. Venían riendo con una alegría poco usual en aquella vida de reproches y, al parecer, de frustraciones.-Juanjo, ahora vamos nosotros -dijo mi padre y nos alejamos para desnudarnos en la oscuridad y meternos en el mar.
Unos minutos después, estábamos de regreso. Yo me acerqué a las llamas.-Voy a mear -dijo mi padre (nuevo gesto de reprobación de mi abuela) y se levantó.-Espérame, yo también tengo que ir -dijo mi madre y ambos se alejaron.Mi abuela sacó una histérica verborrea al notar que hacía mucho que la pareja debía haber vuelto. Un tema llevaba a otros, en un vano intento por escamotearnos la realidad. Mi prima me miraba. Al fin, regresaron. Mi madre tenía una mirada distinta, un brillo inédito en sus siempre tristes ojos. Mi padre se tumbó sobre una manta y empezó a cantar.
Quien te puso Salvaora que poco te conocía…
Yo esperaba el siguiente paso, repetido año tras año: hablar mal de mis tíos, que habían hecho un reparto injusto de la herencia, pero de repente, de una de las muchas hogueras de la playa, se dejaron oír unos alaridos. Mi padre se acercó. Volvió un instante después. Una pareja de jóvenes se había metido en el mar y la chica no salía.-Queados vosotros aquí -fue la orden que nos dieron a Ana y a mí. Ellos se marcharon a buscar a la joven o a ayudar, o a curiosear.
Ana se acercó a mí. Abrió su albornoz dejándome ver su luminoso desnudo, como un fogonazo en aquella noche de fuegos.-Abrázame, por favor. La muerte me da miedo.La abracé con la torpeza de mis quince años. Noté un vértigo que me abrasaba las entrañas.-Me da pena y miedo la muerte -repitió en mi oído. Temblaba. Cogió mis manos inexpertas e hizo de lazarillo, conduciéndolas por la tersura de su cuerpo, convirtiéndolas en diestras y audaces.
El vértigo me aceleraba el corazón. A la tenue luz de aquella hoguera encontré respuestas a preguntas que ni siquiera había tenido tiempo de formularme, que nunca hubiera sospechado.Poco después, regresó mi abuela. Quería que fuéramos a ver a la muchacha muerta. Nos escrutó. Parecía que barruntaba algo, pero pudo más su morbo. La chica, desnuda, era de una belleza sobrenatural, como si la muerte le hubiera pagado un elevado peaje por llevársela. El novio, semidesnudo, tenía ojos de loco. Llegó la Guardia Civil. El alba empezó a apuntar y recogimos para irnos a casa.
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Han pasado muchos años desde aquella noche de San Juan. La vida ha hecho de mí… lo que tenía que hacer, simplemente. Con la madurez he comprendido el sentido de lo que me decía mi padre. Llevaba razón. Era una noche especial. Encajando aquellos recuerdos, como piezas de un puzzle, se obtiene un tapiz, un fresco que contiene todos los misterios de la vida y de la muerte: el deseo -el mío, el de mis padres, el de Ana-, la ambición, la frustración, los sueños deshechos, la muerte, el desnudo en toda su belleza de una mujer (tanto el cálido y palpitante de vida de Ana, como el del cuerpo yerto de aquella pobre chica)… Noche mágica. La noche de todos los misterios.