Publicado por Alberto Granados el 28 agosto, 2017 en En chanclas (Crónicas de un veraneante en la costa granaína)       Rate This

        Ya llevo a cuestas una larga trayectoria de veraneante en Calahonda (desde 1991, exactamente) y cuento de antemano con los temporales que, más suaves o más violentos, surgen en los últimos días de Agosto, con esa rigurosa puntualidad con la que se dan las distintas fases de la luna o los plazos de un préstamo bancario.

La segunda quincena de este mes, y hay que intuirlo y contar con ello, siempre nos trae unos extraños desajustes, unas situaciones climáticas casi contra natura y unas sensaciones que hablan de la fragilidad de las cosas de la vida.

El embarcadero, esta mañana

        El verano puede ser fresco o tórrido, pero los últimos días de Agosto adquieren un extraño tono otoñal, que invariablemente permite a los que toman las vacaciones en Septiembre decir siempre que han tenido los mejores días de mar, las mejores temperaturas y, lo que es peor para los ya retornados, los bares y chiringuitos sin bullas ni aglomeraciones. Siempre me he preguntado si este paréntesis otoñal tiene algo de castigo a la vagancia de casi dos meses, a la exaltación de los cuerpos, al hedonismo que se enseñorea durante Julio y Agosto, convirtiéndonos en alguien muy distinto de nuestra habitual forma de ser y de comportarnos.

        Los caleños lo enuncian con la percepción axiomática de los mayores (“Ya verás cuando lleguen los temporales…”, “Verá usted los temporales de Agosto…”). Y llegan, indefectiblemente. Los he oído llamar gota fría, ciclogénesis explosiva, DANA… porque el lenguaje cambia para designar las mismas cosas de siempre. Es la “pedrería verbal”, como la llama mi admirado Antonio Muñoz Molina. Pero al margen de la formulación lingüística, los temporales llegan con su poder de transgresión de la rutina veraniega.

Esas maravillosas nubes…

       Llegan y trastocan el hábito del veraneante, que durante unos días vuelve a vestir el pantalón largo y cambia las chanclas por el mocasín con calcetines, la camiseta por la camisa abotonada y hace que busques ese viejo paraguas desechado hace tiempo en Granada, pero que debería estar en algún altillo del apartamento, aunque en el momento preciso no logras encontrarlo. Los niños se vuelven irascibles, los adolescentes lánguidos y las parejas parecen perder momentáneamente esas ganas de amarse de los días normales del verano.

        La playa aparece desocupada, como cualquier día de invierno, el mar parece haber expulsado a las barcas de sus dominios, el oleaje adquiere un poder casi épico y la gente dedica las mañanas a deambular por el pueblo con un aire sonámbulo, como de niño fuera de sus rutinas. Son esos días que empleas en ir a Motril sin objetivo concreto alguno, o tomar un descafeinado en una terraza de la otra punta del pueblo por llenar unas horas robadas a la lógica interna del veraneo o dar un paseo por la desierta playa envuelto en un vendaval inmisericorde y a la vez reconfortante. Son esos días en que se percibe la inminente vuelta a las rutinas de la ciudad, del horario laboral, de la vida.

Temporal y cielo

       Hay mucha gente que se sube a Granada tan pronto como llegan los temporales. Desean volver a la casa abandonada hace casi dos meses, llenar el frigorífico “ahora que el súper está sin gente”, darse un nuevo paseo por Puerta Real (que ahora tendrá el saborcillo de la vuelta al seno materno), tomar una copa en una terraza casi desierta, pasar por Las Angustias… mientras los que permanecemos en la costa vivimos anticipadamente la inminencia del regreso.

Calles desiertas

        Siempre que llegan los temporales pienso en las parejas de adolescentes que se han conocido y enamorado al calor del veraneo, en las tiernas promesas en las que la palabra siempre adquiere un matiz tan tierno como imposible, en sus dolorosas separaciones, tal vez para siempre, en los niños pequeños, súbitamente desprovistos de su jornada de playa/piscina, tal vez su única referencia… Y pienso en ese estado de ánimo que me ha quedado cada año al llegar, junto a las nubes y las lluvias, la profética fatalidad de que lo bueno siempre acaba antes de lo que quisieras, por rutinario que haya podido llegar a ser.

Alberto Granados

FOTO HOTEL EN CALAHONDA

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