Es el milagro una sonrisa leve, una mano tendida y un misterio, una luz que se enciende por las tardes, una verdad inmensa en cada gesto, el tiempo que se agota lentamente y esa paz que trasmina tu mirada. Y puesto que te has ido, para que las estrellas iluminen gozosas tu nombre mientras abrazas por fin a tu padre, y tu madre sonríe y te borda en el viento una canción de esperanza, nosotros tenemos que ocuparnos de tus cosas.

De decir lo que has sido y lo que eres, símbolo de paz y de concordia, la poeta inmensa de la voz rotunda que llegó cuando más falta hacía, la líder ciudadana que era junco indoblegable, la profesora carismática de aquella Escuela Normal que fue la pasión de tu padre, la mujer valiente que se adelantó a su tiempo y que ejerció de faro para una capital en penumbras, cargada de silencios, de recelos, de hipocresía taimada que, a tu altura moral, le resbalaba. Siempre afanosa en tus tareas, enseñando a mirar a tus alumnos, defendiendo la libertad como patrimonio irrenunciable y ejerciendo de paciencia resignada, de inquebrantable poeta de guardia en unos libros que, hoy, ya, son tesoro, un legado que supone el testimonio cincelado en el alma de una generación que lo perdió todo, salvo esa dignidad honda que es una manera de estar en el mundo construyendo puentes, sabiendo bien lo que tú escribiste: que es tiempo de paz. De paz y de memoria.

Lo que sucede, Mariluz, hermosa niña sin padre, hermana de la espiga, sobrina de la brisa, compatriota de los pájaros y amiga perpetua de los árboles, es que hubo algo que no supe aprender en tantos años refugiada del mundo frente a ti y es a escribir al calor de tu recuerdo; a llamarte a cada instante y que conteste este silencio denso como un lago que ahoga, a asumir que la soledad me inunde de amarillos este corazón que tú sabías que siempre fue tu casa. Por eso cuesta tanto elegir las palabras precisas que sigan siendo el eco recio de tu voz, como quedamos; la manera idónea de decir te quiero, la forma de expresar que te necesitamos, que nos faltan referentes, que el miedo nos acecha en cada esquina, que el dolor tal vez sea inevitable, aunque -no sé cómo, te lo juro- seguiremos adelante. Porque tu ejemplo es un espejo de plata donde se refleja tu mirada: esa melancolía azul de la infancia que es tu patria, el otoño transitorio de los bosques de Ohio, el regreso definitivo a Granada para explicar a Machado y Federico en clases que eran monedillas de oro, ese permanente defender la justicia y estos años últimos en los que tu palabra puesta en pie ha sabido alentar a los jóvenes que abren sus ojos a la vida. Has sembrado amor, madre, todo el amor del universo: amor a tus padres, a tus hijos, a tu Granada, a tus alumnos, a la poesía, a la verdad y a la Historia. Y ya eres brújula, aliento vivo, río que no cesa de agua limpia, y tu palabra es eterna, no se apaga y vuela. Vuela alto, libre y violeta. Esa es la tarea que me encomendaste, este vínculo indestructible y eterno. Porque ahora todo el mundo conoce que yo también heredé de mi madre una bandera.

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