Ha llegado diciembre, este mes elenísimamente triste, rociando de amarillos las calles de Granada con hojas que son oro desprendido y un sentimiento de orfandad que corta como un cuchillo las minúsculas lágrimas de la lluvia.

El frío recorre las calles y abraza a los mendigos que se sientan en las aceras con la mano tendida justo al paso de los transeúntes y el corazón abierto a la última esperanza, ésa que nunca acaba de llegar del todo. Al lado tiene un cartón grande, una manta ajada que pudo tener colores vivos y un perrillo blanco y pequeño, dulce criatura que acompaña su soledad de pájaro, que se acurruca buscando un resquicio de calor que sale de la gran superficie de la puerta inmensa y los carteles navideños.

Las gentes caminan apresuradas a su lado, abriendo y cerrando la puerta cargadas de bolsas, sin percatarse siquiera de su presencia, centradas en los escaparates luminosos cargados de ofertas mientras cae la tarde y se acerca la noche con un trémulo dolor de alfileres en los ojos. Ya se han escondido en el alero las palomas y las ramas desnudas se han quedado sin los pajarillos que buscan ahora el lugar del sueño. Ya lo he dicho: hace demasiado frío, dentro y fuera. Ha pasado otro día para que todo siga igual, ancladas las penurias de los pobres en el corazón del tiempo, deshumanizado el comportamiento de los que pudiendo dar o hacer, nunca miran hacia abajo porque vivimos en una sociedad envilecida que orienta su visión hacia arriba.

Será porque fijarse en las personas a las que la vida hiere cada día nos produce una infinita aprensión, la certidumbre de que cualquiera podría ocupar ese lugar, una esquina de cartones y desamparo, a poco que las circunstancias vengan mal dadas. Basta un mal golpe de fortuna, perder el trabajo, que una enfermedad se adueñe del cuerpo, que la depresión tome posesión del alma de cualquiera.

Porque ser pobre no se elige lo mismo que una bufanda, que el teléfono de última generación que muchos le compran al niño de nueve años.

La pobreza viene como una bola de nieve que rueda montaña abajo
provocando un alud, arrasándolo todo. Entonces la nieve se convierte en olvido, en silencio y, quien nada tiene ya, quien todo lo ha perdido salvo la dignidad de ser persona, se convierte en transparente, en un ser invisible porque daña la mirada saber que uno de cada cinco españoles vive en riesgo de exclusión social, sin tener cubiertas sus necesidades básicas mientras los demás gastan como si no hubiera un mañana, como si pasar la tarjeta de crédito por la máquina fuese la forma de sobrellevar mejor esta vida de consumismo, en la que los valores de solidaridad y justicia social son como una especie en peligro de extinción.

Ése es el miedo que debiéramos tener: a ese ajenamiento que produce el sufrimiento ajeno, las penurias de otro que pudieran un día tener nuestro rostro, nuestras manos, nuestras pupilas y ese dolor que es un huracán
desbocado.

Observo que muy pocos le dan en la mano una moneda o comparten una
sonrisa, un minuto de conversación que alivie el aislamiento. Es esto lo que lo aclara todo, lo que retrata el lugar que hemos asumido cada uno. Ellos son pobres. Nosotros somos, simplemente, miserables.

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