Yo no lo vi, pero me lo contaron; hubo un tiempo de escarcha y ríos helados, de nieve en las cumbres altas de la sierra y de meses de enero con estrellas lejanas tiritando el frío del invierno.

Su historia ahora se desdibuja lentamente en las fotografías de racionamientos y cocina económica, aquella que había que encender a las cinco de la mañana para comer lentejas en el almuerzo. Por la tarde, unas galletas fracturadas en mil pedazos, que eran más baratas. Galletas rotas de coco, frágiles y deslucidas, para vidas que habían de edificar el futuro, curiosa paradoja. 

Ya he dicho: no estaba allí, pero me dijeron, con voz honda anclada en el recuerdo como un mar, que la tristeza la emboscaban los mayores en una sonrisa imperceptible y que las conversaciones serias en las que se hablaba de ausencias irreparables se mantenían en voz baja para que un atisbo de esperanza se aposentara en los corazones de los niños de mirada traviesa y manos prodigiosas recorriendo las teclas del piano. Era la época en que las temperaturas agrietaban las manos y las cajitas diminutas de nivea duraban meses, y todo se cuidaba con esmero, porque había de durar infinitamente. Fue un momento también de canciones de corro y de batallas con espadas de cartón. También había muñecas, pocas; una se llamaba Mariquita Pérez y era un portento de belleza y complementos, pero ésa no llegaba a las casas  humildes el seis de enero. No podía ser, sus Majestades de Oriente (pues de ellas hablo) sabían mejor lo que se necesitaba y, a esa niña de la que hablo, le habían traído el año anterior, además de las preceptivas almendritas de Graus y unas naranjas, una muñeca de trapo y carita de porcelana, con la que compartía aventuras portentosas en el patio de los diez bancos, allí donde no alcanzaba todavía el negror de la verdad, porque esas son cosas de adultos. Con cinco años, de lo que se trataba era de construir horizontes de anhelos y sorpresas que se encienden cuando la oscuridad alcanza.   

Y la noche de Reyes, los pequeños iban a la cabalgata para ver a a sus Majestades saludando desde los briosos caballos (todo el mundo sabe que en Granada no hay camellos y, como los Reyes siempre van muy cargados, era mucho trastorno traerse también camellos, con lo que les prestaban aquí unos caballos y unos carros). Los niños, aquellos niños de pobreza limpia, se apretujaban en las aceras friísimas con los gastados zapatos de charol y el abrigo bien cerrado mientras admiraban la comitiva. Todos tenían un rey favorito; normalmente Baltasar, con su cara de carbón y su corona plateada. Pero el predilecto de esta niña de la que hablo era Melchor, el de la barba blanca y la capa de armiño. Aquel 1944, en la carta le había suplicado una bicicleta, con sus ruedines. Sólo eso: un privilegio excepcional. Luego, durante la cabalgata, corría tras él por Gran Vía, tirando de su madre, recordándoselo a voz en grito: -¡Melchor, no te olvides de mi bicicleta! Sólo un momento, sus miradas se cruzaron y Melchor, solemnemente, asintió. No hizo falta más. La niña supo entonces que, a la mañana siguiente, encontraría una bicicleta en el balcón. Aún no era consciente de que resultaba un esfuerzo infinito. Casi un milagro. Como ella misma.     

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