«GENTE DE FIAR» por Remedios Sánchez
Hay un hilo invisible que los une a todos, y es que están protegiéndonos a costa, incluso, de su salud y su futuro.
Ahora que la primavera da sus primeros pasos de niña y los árboles van cubriéndose de verdor apacible con la lentitud de quien no tiene prisa, nos ha llegado esta pandemia, esta grisura de días que empiezan siempre con una cifra de muertos cada mañana. Nos toca ser fuertes, resistir la angustia, dar una demostración de civismo y compromiso, recobrar esa dimensión de humanidad que se nos había ido escapando un poco cada día hasta llegar a conformar una sociedad que cada vez resultaba menos reconocible.
Son momentos estos de guardar la calma, de estar en casa, de respetar un confinamiento imprescindible en el que nos va la supervivencia. Poca gente sale a la calle estos días y sólo para las cuestiones más perentorias: comprar comida o a la farmacia, en una demostración de que se puede seguir confiando en las ciudadanía normal. Sin embargo, hemos descubierto con alivio que entre nosotros había seres especiales. No son superhéroes, pero casi. Algunas llevan batas blancas, otras verdes; zuecos multicolor y, por fin, mascarillas para resguardarse. No son los únicos. Otros van vestidos de militares, de policías, de guardia civil y patrullan las calles, ayudan cargando bolsas de ancianos y saludan a los niños que los miran desde los balcones. Orientan la conciencia si alguien la tiene ese día despistada.
Hay un hilo invisible que los une a todos, y es que están protegiéndonos a costa, incluso, de su salud y su futuro. En estos hospitales colapsados, médicos, enfermeros, personal de administración, de limpieza… todo el mundo es importante y se está dejando el alma para intentar que los enfermos regresen a sus hogares sanos y salvos. En los centros de control, las fuerzas de seguridad del Estado coordinan las decisiones que hay que tomar porque son las que más nos convienen.
Por eso hay que darles las gracias por estar donde más se necesita. Aguantan sin quejarse horarios interminables, enlazan una guardia con otra sin perder la concentración para tomar decisiones arriesgadas que, en ocasiones, separan la vida de la muerte en un instante. Y están preparados, y son valientes, porque tienen la fuerza del conocimiento y del compromiso con salvar vidas como brújula ética. Eso nos defiende, porque los medios, desgraciadamente, son escasos para atajar un virus que está intentado masacrar España después de haberlo hecho con China y con Italia.
“España, camisa blanca de mi esperanza/la negra pena nos atenaza” escribió Blas de Otero y cantó luego Ana Belén. Pero nosotros, que somos multitud, no nos rendiremos nunca y, cada tarde, cuando el sol cierre el horizonte y encienda la luz de la noche antes de marcharse, abriremos las ventanas un instante y aplaudiremos con fuerza su generosidad. Somos cómplices del secreto: en este país todavía queda gente de fiar, solidaria, con corazón inmenso y conciencia limpia. Hombres y mujeres que nos cobijan cuando amenaza tormenta. Personal sanitario, fuerzas de seguridad, gente decente que cuando todo esto pase merece el abrazo más grande que pueda darse.