Eras infinitamente discreta, mamá: pareciera que todo se hacía por ensalmo, como si no costara sacrificio preparar almuerzos, limpiar hasta el último milímetro, cuidar a los abuelos.

Se apagó la luz, mamá, justo cuando las estrellas pronunciaban tu nombre y volabas alto y rápido, ya sin dolor, respirando profundo un aire benéfico que llenaba tus pulmones limpiamente. Nunca supimos cómo, mamá, pero desde siempre nos inculcaste lo honda que era la palabra amor. Sería, tal vez, en las mañanas de los primeros veranos, cuando salía de la cama a medio vestir corriendo a la cuadra donde el abuelo y el tité alimentaban a los caballos de una casa de tratantes de ganado, trabajadores decentes que sabían buscarse la vida y que tenían una palabra que valía lo mismo que un documento notarial. Llegaba entonces el abrazo a la niña de los hombres buenos de manos recias, como sogas amarradas al trabajo; y después al niño, un chiquitín que gateaba detrás de su hermana, explorando el mundo de un cortijo humilde de campo albojense, rodeado de almendros, de verdad y de respeto. Entonces llegabas tú, con tu carga de preocupación, a decir que nos alejáramos de las patas de aquel potrillo apenas nacido, de esta yegua todavía recelosa. Cuidabas de tus niños con la misma delicadeza con la que se protegen los pétalos de una flor, aunque nosotros, entonces, no lo supiéramos. Y éramos felices, mamá, en una familia que tenía como único patrimonio el esfuerzo, saber que todo es posible si uno persiste en el empeño.

Luego vino el colegio, después la adolescencia y allí estabas tú, con papá, siempre vigilantes para que nada perturbara nuestros sueños. Daba igual que eso significara renunciar a los vuestros. Siempre, lo primero, fuimos nosotros: que pudiéramos estudiar, que no faltase un libro ni una palabra de aliento. Sabías, claro, que tus hijos eran peculiares porque nuestro ilusión era una aventura de infinitos escritos y paciencia, una esperanza posible en un mundo de noes para los chiquillos de un agricultor que estudiaban con becas. A fuerza de becas, mamá, pero también de vuestras privaciones. Vivíamos serenamente porque vosotros construisteis un universo sencillo y libre, sin grandes cosas, mamá, pero ahí cabía todo y era una aventura cada instante sin salir siquiera del hogar, porque hogar fue, con tu presencia en el centro. Eras infinitamente discreta, mamá: pareciera que todo se hacía por ensalmo, como si no costara sacrificio preparar almuerzos, limpiar hasta el último milímetro, cuidar a los abuelos. Y era una inmensidad. Has vivido para los demás, mamá. Y, ahora, que es tiempo de cosecha, con dos hijos que te aman y te hacían imprescindible, el beso permanente, las llamadas incesantes si estabais en Albox, te has ido porque este virus no entiende que merecías la recompensa del tiempo: disfrutar de nuestros logros que son vuestros. Es muerte, desesperación y tragedia que deben frenarse ya. Pero tú te has marchado, mamá, sabiéndote querida y necesaria, el pilar de esta casa, y duele como rayo partiendo el pecho. Quédate tranquila: sabes que no nos rendiremos. Tú debes ser ahora estrella, luz, paz, primavera y rocío, mamá, para que cada rincón de nuestras vidas mantenga la alta dignidad de tu sonrisa.

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