Acompaño el presente artículo de una foto familiar. Es mi padre en su barbería afeitando a Pepe el del Chicote. Por aquel entonces, la barbería estaba junto al bar Chicote. Posteriormente esta se derribó y se construyó el edificio de Telefónica. Entonces mi padre se trasladó a un local anexo al bar Peña, esquina con la calle Nueva.

Cierro mis ojos y experimento la sensación dulce y acogedora de entrar en una sala de cine una tarde de invierno, de este invierno de mi vida y sobre el mural blanco de la pantalla la primera imagen que se proyecta es la de un corazón palpitante, el mío. Y la magia del cine hace que mi corazón se transforme en una hermosa golondrina que se eleva sobre un cielo azul intenso de primavera abrileña, y con el batir de sus alas me va transportando por aquellas calles que esconden en sus recodos las risas y los juegos del niño que fui y del joven que tuvo sus primeros amores, ilusiones y sueños rotos, del que fueron testigos mudos sus blancas casas y el espejo de sus calles.

Y esa golondrina que ha dormido esta noche cobijada por la manta verde de un olivo, baja desde las eras por la calle los Cedazos y en su vuelo iniciático de este nuevo día, llega a mi casa y me despierta. La primera sensación que me llega es el aroma del pan recién horneado de los hornos de Pepe Vílchez y Bienvenido, pan artesanal con un sabor único.

Entonces, la golondrina me transporta sobre sus alas y antes de continuar nuestro recorrido y a modo de calentamiento, las alas de la memoria me transportan a la calle Gozálvez y me llega el olor a tabaco del estanco de Mercedes. Y con ella, el recuerdo de los primeros cigarrillos fumados a hurtadillas, con el silencio cómplice de las eras mudas en una noche de estrellas y al fondo, como una espía, una trilladora fantasma. Junto al estanco, su hija Merceditas tenía un bazar donde encontré de todo, mis primeros lápices, las plumillas y los secantes, gomas de borrar, etc. Cómo olvidar ese olor característico a escuela, la de D. Octavio y esos otros olores inconfundibles de las ovejas, cabras y cerdos de mi vecino Antonio el Zagal, el hijo de Dolores la Faroles. En su casa fui testigo de cómo se esquilaban las ovejas, se capaba al marrano y luego en época de matanza se degollaba y desollaba y se elaboraba el chorizo, la morcilla, el jamón, y en definitiva, toda la chacinería que vendían en la plaza de Abastos. Ya hablé de la taberna de Antonio el Coco y antes de abandonar mi calle no quiero olvidarme de Juanito Poeta, con su granja de cerdos, su viejo molino de trigo y el carbón que aparte de utilizar para cocinar servía para preparar el brasero en invierno. Y Pepe el Cosario, que junto a Antonio Terriente eran los equivalentes al servicio de mensajeria actuales. Se dedicaban al transporte de cosas varias desde Atarfe a Granada y viceversa. Pepe inicialmente empezó con un carro cubierto por una lona y tirado por caballos, lo mismo que los carros de los colonos que se ven en las películas del Oeste. Posteriormente, adquirió un camión.

Volando hacia abajo por la calle Cedazos, estaba la tienda de comestibles de Antonio el Pollo también con su olor inconfundible, su molino de trigo y la venta de piensos Sanders, y enfrente de la tienda de Antonio, en la acera opuesta estaba la tienda de confección y mercería Espigares, Pepe el de las Telas, como le llamábamos los vecinos.

Quiero hacer una observación que considero importante, estos apodos no tienen ningún sentido peyorativo. Hay que situarse en el contexto de aquella época, era una forma de referirse a su oficio o a su familia. Y pongo un ejemplo, a mi padre y a mi tío Juan de Dios los conocían por los Vitorinos, nunca tuve la curiosidad de preguntárselo a mi padre y supongo que él tampoco consideró digno de mención el comentármelo. Lo descubrí casualmente hace pocos años cuando tuve que pedir la partida de nacimiento de mi padre. En esta misma figuraba que el nombre de su abuela paterna era Victoria y en atarfeño lo pronunciábamos Vitoria. Así que misterio resuelto, de ahí provenía el apodo.

Al mismo tiempo quiero indicar que las personas relacionadas anteriormente y las que figuran a continuación fueron personas muy entrañables y muy buena gente. Aunque físicamente ya han desaparecido siguen habitando en el castillo de nuestra memoria y en el salón de nuestro corazón. Cuando pienso en ellas, no puedo evitar el tenerles un recuerdo muy emocionado. Fueron un referente y nos enseñaron valores como la amistad, el compromiso y la lealtad. Mi recuerdo y mi agradecimiento para siempre. Creo conveniente hacer una matización muy importante, la mayoría de los comercios y actividades profesionales eran ejercidos por familias. En casi ninguno, salvo alguna excepción, figuraba algún empleado por cuenta ajena.

Girando a la derecha de la tienda de Antonio y siguiendo por la calle Doctor Jiménez Rueda, llegamos a la Plaza Abastos, cerca de la Calle Real y una prolongación comercial de la misma. En los alrededores de la plaza estaba la taberna del Bolero, la barbería de Pepe y las tiendas de comestibles de Paco el de los Rubios y Pepe Callejas. Tanto en el interior como en el exterior del mercado llamaba la atención la abigarrada mezcla de colores, olores y sabores de las mercancías expuestas en los diferentes puestos de venta. Aún hoy, cuando todo se conserva en cámaras frigoríficas y se pierden olores y sabores, los tengo anclado en mi olfato. Incluso el rostro de los vendedores. Las fruterías de Anica la Palma y su hijo Pepe y la familia del Reloj. Las carnicerías y charcuterías de Antonio el Zagal, los Campos y Manolo Rueda y Victoria Zurita. Y las pescaderías de los Pollos y el Berenjena.

También, y al lado de la Plaza, las Bodegas Castañeda y la carnicería de los Pitres. Entrando en la calle San Juan (antes del Trabuco) el horno de Paco el de las Prudencias. Ya que estoy por esta zona, tengo un recuerdo muy especial de dos maestros artesanos de la carpintería, un oficio tristemente desaparecido hoy día. Me refiero a Paulino y Santiago Lamolda. Entrabas en su taller de carpintería y en el suelo, un lecho de virutas y serrín con sus olores a madera y barnices. Era entrar al santuario de la profesionalidad hecha arte y del amor al trabajo bien hecho. Un ejemplo, aún conservo la vitrina que teníamos en el comedor de mi casa en Atarfe hecha por Paulino. Tiene 65 años y está nueva, compras un mueble hoy día y es de usar un tiempo y tirar. Con eso queda todo dicho. Siguiendo en esta zona y antes de llegar a la calle Real estaba la tienda de electrodomésticos de Juanito el de las Gaseosas y el aserradero de Jaldo, con su olor a madera, el ruido de las sierras mecánicas al cortarla y sus virutas expandidas por el suelo.

Dicen que todos los caminos llevan a Roma y es verdad porque todas las calles del pueblo te llevaban allí. Aunque a muchos les pueda parecer una tontería, las calles de un pueblo, de una ciudad, son como la piel del ser humano. Tienen su olor, su aroma personal. Propio, inconfundible y así ocurría en la calle Real, no sólo era el corazón del pueblo, era el latido de sus gentes. Sus alegrías, sus tristezas, sus emociones, sus inquietudes, sus confidencias, sus secretos. Sus luces y sus sombras palpitando en carne viva. Y no sólo era su aroma, eran sus matices de colores según la estación del año y las campanadas de la torre de la Iglesia que marcaban el ritmo de nuestras vidas.

Recuerdo bien el tramo entre la calle Jardines y el callejón del Aire, allí se encontraba la tienda de comestibles los Domingos, el almacén de materiales de la construcción y el bazar de Fidel Castillo; las consultas médicas de D. José Prados (toda una institución y un referente de la medicina); D. Francisco Sánchez (médico de empresa); la tienda de electrodomésticos de Billín y al lado, la barbería de Antonio el Minero con sus fotos taurinas del malogrado Miguel Morilla “Atarfeño”. En la plaza del Ayuntamiento y haciendo esquina, la barbería los Cachas (Antonio, Arsenio y Sergio), la zapatería de Juanito el de los Caramelos y al lado la cooperativa de comestibles los Alteas. Posteriormente se ubicaron la papelería de Manolo Díaz y la tienda de ropa de Alfonso. En la acera de enfrente, el estanco de Ana María Moya y su hijo Emilio. Después, venía el bar el Chicote y en la placeta estaba la tienda de vinos de Gregorio. En el callejón del Aire estaban la taberna de las tres Emes, el puesto de churros de la Triana y haciendo esquina el bar Jiménez popularmente conocido por el Feo.

En el tramo comprendido entre el callejón y la calle Nueva, las farmacias de D. Maximiliano y D. José Osuna, las droguerías de Manolico y su hijo y la de Pepe Zurita y su hermana. La fábrica de hielo de Miguel Moles que con su isocarro abastecía de hielo durante el verano a todo el pueblo al peculiar sonido de su corneta. Al lado, la tienda de chucherías de la Chinita, el zapatero remendón, la pastelería de Josefica y la barbería de los Solanas, padre e hijo. En la otra acera se encontraban el bar los Tres Amigos, el Casino de Labradores, el bar Peña y la barbería de mi padre. Haciendo esquina con la calle Nueva, la tienda de la Esquina o los Sánchez y al lado la consulta médica de D. Rafael Moreno y en la plaza de la Iglesia, la zapatería de Santiago el de los Cuadros.

Y por último queda el tramo comprendido entre la calle Nueva y la calle del Cine. Aquí encontrábamos las tiendas de ropa, tejido y confección de las Contreras y Antonio el de Braulio; la heladería de las Pistolas, a Soto el zapatero y Miguelico el alpargatero; el estanco de Evaristo y los bares del Zapaticos y las Canarias. En la esquina de la calle del Cine, estaba la heladería del Valenciano y en esta misma calle, separado por la placeta de los Peñones estaban los Herrerillos dedicados a forjados de hierro y la destilería de Alonso Ramal. Resumiendo, las tiendas eran lugares de rumores y chismes. Las barberías con su incienso de brillantina y colonia de masaje recogían la tertulia y la sabiduría popular; y en los bares y tabernas con sus efluvios de vinos y licores, se rendía culto a la tertulia y la confidencia.

F.L Rajoy Varela

Palma Mayo 2020

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