«MALA ESTRELLA» por Alberto Granados
A Antonio Arenas, siempre generoso en los temas de la cultura local
ACLARACIÓN PREVIA: Este relato, que solo tiene intención literaria y en ningún caso voluntad historiográfica, no se refiere a ningún personaje concreto. Soy consciente de que el texto carece del riguroso apoyo documental y los visos de exactitud que cualquier historiador exigiría: solo es una ficción, un cuento. Publicado en 2016
—Mire, desde que vi el nombre del barco supe que mi aventura americana iba a ser azarosa, pero no tenía más remedio que huir y me daba igual hacia adónde… Lo importante era poner tierra de por medio o en mi caso, agua, como hice al embarcar. El Mala Estrella… ¡no podía llamarse de otro modo, si casi me parece ahora una profecía que entonces no supe interpretar…! He pensado muchas veces que ese fue el arranque de mi desgraciada vida… Pero no, no fue ese el origen, sino solo la última parte de mi desgracia, pues nací con mala estrella como le expondré a renglón seguido… aunque lo que no entiendo es para qué quiere usted saber los detalles de mis andanzas.
—Ya te lo he dicho, Tomás: para entenderte. Para comprender por qué una vida se tuerce hasta llegar a donde has llegado. Por desgracia, tu destino está trazado y ya que esto no es propiamente una confesión, si me autorizas, escribiré un libro que recoja los pormenores de tu vida, tan llena de contrastes, de luces y sombras, para que sirva de enseñanza moral a muchos jóvenes que pueden descarriarse como te sucedió a ti. Pero además quiero elevar a S. M. don Fernando VII una petición de indulto. Te he oído en confesión y sé cómo eres y cómo es tu alma. Tus malas acciones, con ser graves, no merecen la implacable sentencia que el juez ha dictado. El Arzobispo me apoyará y hay muchos sevillanos de pro que firmarán mi demanda ante el Rey, Nuestro Señor.
—Sería acaso la primera cosa buena que me pasara en la vida, padre. No tengo fe en que nadie me indulte. Eso solo le pasa a la gente de buena cuna. Los desgraciados producimos tanto miedo a los poderosos, que creen que es mejor segar la mala hierba… Haga lo que quiera, padre. Daño no me van a hacer ya ni ese libro, ni la petición de gracia. Como le he dicho, mi verdadero nombre es Tomás Ruiz y nací en un pueblo de Sevilla durante el verdeo de 1802. Por entonces se me conocía como Tomasillo el del mulero, pues ese era el oficio de mi padre, un buen hombre que siempre estuvo metido en movimientos revolucionarios y que odiaba a los poderosos y, con perdón, a los curas. Mi madre era una mujer honrada, hija del ama de cría de la Duquesa y por ello y por el hambre que pasábamos en mi casa, mi abuela me colocó a los trece años al servicio de la Señora, que siempre le tuvo aprecio. Llegué al palacio sevillano como paje o sirviente o mozo de recados, sin una tarea precisa, pues todo el mundo me mandaba y así pasé varios meses, en los que el bozo se me asentó y mi cuerpo se estiró, que digo yo que sería por la edad, pero sobre todo porque llevaba un tiempo comiendo caliente todos los días. Las mozas de la Duquesa me miraban ya de otro modo y me trataban con más atención. Yo, pecador de mí, entendí que las mujeres eran una tentación y, algo después, que yo mismo era un tentador en medio de aquella tropa de cocineras y criadas sin hombre. Y ahí mismo empezó mi perdición, como usted me ha oído en el confesionario.
—Recuerda, Tomás, que por una mujer, Eva, se perdió la gracia para todo el género humano, que fue expulsado del Paraíso.
—Pues algo debe de haber de verdad en eso, porque una de aquellas mozas me perdió, aunque entonces no lo vi así, sino al contrario, que me resultaba muy agradable la coyunda con aquella muchacha, solo unos años mayor que yo. Su cuerpo era cálido y me enseñó a gozar y a hacerla gozar a ella, que se volvía loca entre mis brazos. Una noche de mucho calor me dio por dibujarla desnuda con un tizón apagado. Guardó aquel papel tiznado la muy necia y lo encontró una de las gobernantas, que lo entregó a la Señora. No volví a ver a la moza, pero la Duquesa me mandó llamar y me obligó a dibujar para ella. Al principio hice dibujos de frutas, paisajes, animales, los salones del propio palacio… Una mañana me pidió que la retratara a ella. Quedó muy satisfecha con el resultado y desde entonces me ordenó bañarme a diario, me dio ropajes de calidad y me llevó a su gabinete, lleno siempre de damas y caballeros distinguidos, a quienes me hacía retratar. Algunos me obsequiaban con unas monedas, pero la mejor recompensa fue que la Duquesa me puso un maestro de pintura que me enseñó a usar los colores, los pinceles y pigmentos y, sobre todo, a pensar en la composición de los cuadros. Y así, padre, me hice pintor. Pintor de cámara me dijeron que se llamaba mi oficio y como tal, además de cómo impostor, he ido pasando la vida.
—Lo tuviste todo en tus manos y lo desperdiciaste, Tomás. ¿Te das cuenta?
—Mi mala estrella, señor cura, mi mala cabeza o los delirios de un joven que solo tuvo la escuela del hambre. Pero como mi historia es larga, continuaré con su venia. El caso es que en aquella pequeña corte yo aprendí los buenos modales de aquella gente e incluso algo de francés y de inglés solo de oírlos, pues allí se juntaban bastantes afrancesados, algunos exiliados a Inglaterra que habían vuelto cuando el Rey juró la Constitución y también algunos indianos. Yo, que no debo ser tonto, me empapé de todo lo que decían, de las ideas de arte y gobierno que debatían, a veces acaloradamente. Estaba en medio de un mundo que no me correspondía y di en pensar que me tenía que pertenecer algo de aquella riqueza, de aquel ambiente culto y de aquellas costumbres tan ajenas a las de mi casa. Yo le daba compañía a aquellas damas que, me figuro, veían en mí un chiquillo, pero eso fue al principio, pues a medida que yo me hacía un hombre, sus miradas cambiaron y comprendí que más de una me deseaba y si le apuro, más de uno también, que de todo hay en la viña del Señor.
—Ya veo, Tomás, que no te faltaron ocasiones de enfangarte en lo más sucio de la vida.
—Las veces que la Señora me daba licencia para ir unos días al pueblo para ver a mi familia, mi padre, que era muy listo, me advertía sobre los peligros que corría en Sevilla: que si tenía que considerar que yo estaba fuera de mi lugar, pues solo era un mulero; que si cuidado con relacionarme con aquellas damas caprichosas que me considerarían siempre como un juguete; que si donde se tiene la olla no se mete… ya me entiende usted, padre. Pero la juventud de un hombre es un potro desbocado que se salta todas las bardas y una mañana en que la Duquesa estaba tomando un baño en su gabinete, rodeada de sus amigas y petimetres, eso sí, tapada tras unos tenues cortinajes, percibí que el ambiente se había cargado de deseo y excitación. Las damas se miraban y se lanzaban sonrisas nerviosas y los hombres, tensos y excitados, guardaban un silencio mucho más cargado de inconfesables ideas de lo que allí se tenía por costumbre. Y yo, tonto de capirote, cometí la osadía de inventarme su desnudo: me sabía de memoria el cuerpo de una mujer y también el rostro de mi Señora, así que me limité a unirlos en uno de aquellos folios que la Duquesa encargaba para mí. Toda la tertulia se pasó aquel papel y encomió mi maestría, hasta que doña Pepita de Andrade, que tenía licencia para ver a la Señora en la más absoluta desnudez, atravesó las cortinas y puso mi dibujo en las manos del ama.
—Una situación deshonesta y comprometida. ¿Qué pasó, Tomás?
—Me reprendió severamente ante todos, pero vi en sus ojos que quería algo de mí, aunque no sabía qué podía ser, pues amantes tenía por docenas entre aquellos cortesanos. Aquella tarde me mandó llamar y me lo planteó abiertamente: si Goya había pintado desnuda a la de Alba, ella quería atreverse y tener también su esmerado desnudo, aunque le daba cierta vergüenza. Me preguntó si podía confiar en mi discreción y en mi silencio. Si estaba dispuesto a pintarla. De momento no debía enterarse nadie. Lógicamente, acepté.
—¡Qué atrocidad, por Dios! ¡Cuánta podredumbre! Y esos son los nobles… ¿Qué cabe esperar del pueblo sencillo, que jamás ha recibido instrucción? ¡Pobre España…! Eso es la consecuencia de dejar circular las ideas de la Ilustración y la Razón!
—El caso es que cuando se retiraba a sus aposentos y me mandaba llamar, se despojaba de un albornoz y posaba desnuda para los mil apuntes que hice y que ella recogía y guardaba bajo llave. Tras varios bocetos, fue ella quien decidió una pose mucho más atrevida que la yacente maja desnuda. Y a ello me apliqué en el vano intento de que no se notara demasiado la turbación que ver en cueros a una mujer tan hermosa me producía. Hasta que una tarde de posado alargué un pincel para abrirle un poco una pierna. No pretendía nada, sino dar con la postura exacta que estaba reflejando en el lienzo, como había hecho muchas veces. Solo necesitaba un mínimo cambio en la postura de aquel muslo… Me da vergüenza contarle lo que pasó, algo que usted puede imaginarse perfectamente. Lo entendí como una gozosa exigencia de quien me daba de comer y cedí a su descarada oferta. Y no me pareció que quedara descontenta de mis servicios…
—No te recrees en esos torpes pensamientos. Recuerda que muy pronto te vas a ver ante el Juez Supremo y mejor sería que te centraras en la contrición de tus faltas, que bien cierto es, no siempre han sido culpa tuya. A ver si S. M. don Fernando tiene a bien concederte la gracia… ¡Dios lo quiera!
—Pero déjeme que siga contándole mi triste vida, que así me olvido del garrote… Alguien sospechó lo que estaba pasando en las sesiones de pintura y le fue con el cuento al Duque, que tal vez le hubiera perdonado los cuernos a su mujer si todo hubiera pasado entre iguales, pero yo era un pobre diablo, el elemento ideal para pagar el pato, así que cuando recibí el aviso de la Señora, junto a una respetable suma de dinero, antes de vérmelas con el problema que se me venía encima robé dos o tres ropajes completos del amo y señor y me encaminé a Cádiz, pensando en desaparecer en cualquier punto de América. Tal vez el robo de esa ropa fue mi primer delito, pues lo anterior sólo habían sido bellaquerías de un joven hambriento de hembra y ansioso por salir de la pobreza.
—Nunca debiste franquear esa puerta que te cerraba el mundo de la inocencia y la virtud, Tomás, pero continúa, por favor.
—Por el camino me encontré a un hombre, ricamente ataviado, que iba andando hacia Cádiz, toda una caminata. Me extrañó, porque nobles y burgueses son gente que nunca se esfuerza, teniendo a su disposición carruajes y palafreneros. El caso es que me miró con una extraña desconfianza y me dije que había gato encerrado. Supuse que era un aristócrata o un burgués tan falso como yo mismo. Como yo había aprendido tanto en la corte de la Duquesa, saqué el tema del gobierno. A fin de cuentas, don Fernando VII acababa de recibir el apoyo de los cien mil hijos de San Luis (mi padre les habría llamado los cien mil hijos de de la gran puta, con perdón) y el país estaba a medias indignado. Le pedí su opinión y vi en sus modales que era un impostor, igual que yo, solo que mucho más tosco e ignorante. Me pregunté a quién le habría afanado las calzas, la levita y aquellos zapatos con hebilla de plata y sospeché que a un desgraciado que ya estaría ante el Todopoderoso. Me dije que quien roba a un ladrón mil años ha de perdón, como asegura el dicho, y en cuanto pude le di un estacazo, le robé su ropa para aumentar mi ajuar, junto a un buen bolsón de maravedíes y decidí tomar la cédula que había en la levita. Desde entonces yo sería don Alfredo de los Monteros y Fajardo-Urrutia, un hacendado de tierras de Castilla que iba en busca de su hermano mayor, embarcado hacia América hacía tres años y del que su desgraciado padre no sabía nada desde su marcha. Me fabriqué un pasado, una familia y una biografía que no eran las mías, pero que tal vez me permitieran llevar adelante mi impostura y medrar en el Nuevo Mundo.
—Inventiva no te falta, por Dios. ¡Qué patrañas has ido urdiendo toda tu vida…!
—Espere, espere, padre, hasta saber el resto de mi historia, que solo entonces comprenderá la locura de mis mentiras. Embarqué, pues, en el Mala Estrella, que zarpaba para una pequeña república antillana. Acababa de independizarse de la corona española y yo jamás la había oído mencionar. Pensé que debía zarpar cuanto antes y que era igual hacia adonde, como ya le he referido. Pero como siempre me acompañó mi mala estrella, al llegar allí me encontré con una especie de guerra civil entre los partidarios del derrocado Presidente, que se había hecho fuerte en un rincón de aquella mínima isla, y los del nuevo, que había sido la mano derecha del anterior. Aquello era un caos: una isla pequeña con dos presidentes y dos repúblicas, dos ejércitos y dos revoluciones distintas. Lejos de arredrarme, decidí sacar ventaja de aquel pelapollos, como habría dicho mi abuela, y me presenté ante el nuevo gobernante como pintor de cámara, por si quería que lo inmortalizara en un lienzo a la altura de su grandeza. Me miró con absoluto desprecio y creí que me mandaría al verdugo, pero uno de sus adláteres le señaló la conveniencia de un retrato oficial para darle algún brillo a aquella corte de gañanes y pisaverdes. Y empecé a pintarlo. Lo fui haciendo a salto de mata, en los escasos ratos que sus tareas de gobierno le permitían estarse quieto durante un rato. En el palacio presidencial, que nada tenía que ver con el señorío de los palacios cortesanos de aquí, siempre había mil rufianes y coimas. Aquello era un despropósito que dejaba mi idea de un Presidente por los suelos. Gente borracha, mujeres que se ofrecían desnudas como en los cuadros antiguos que me enseñó mi maestro de pintura en Sevilla, continuas peleas, machetazos y tiros… Yo me acostumbré a no mostrar la menor perplejidad ni preguntar por nada: ni por el constante cambio de aquellos extravagantes ministros, ni por los fusilazos que se oían cada amanecer, ni por los llantos de las mujeres e hijas de los detenidos y desaparecidos, que iban a preguntar por ellos y que eran humilladas, cuando no directamente violadas en el cuerpo de guardia. Algo parecido al horror me avisaba de que yo me estaba dejando llevar por aquel ambiente, pero me decía que solo intentaba no desentonar, sobrevivir, y me aplicaba aquello de Donde quiera que fueres haz lo que vieres.
—O sea, cerraste los ojos y te dejaste llevar. Cobarde conducta… Y cómplice… aunque supongo que si hubieras obrado de una forma diferente te habrías visto metido en algún fregado mucho más grave. Serio dilema moral. Pero prosigue, Tomás.
—Tras varios cientos de estudios de la cara y del cuerpo, acordamos la composición del cuadro. Iría sentado en un sillón con vagos sueños de trono, vestido de general y con la pechera de la guerrera repleta de medallas que aún no había tenido tiempo de ganar. Tanta majestad le venía muy mal a aquel patán, pero aquella corte entera era un puro desvarío que estallaría por los aires en cualquier momento, o a manos del otro bando o a manos de los realistas españoles, que a duras penas intentaban contener las ansias de aquellas lejanas colonias por convertirse en repúblicas independientes, eso flotaba en el ambiente y yo me sentía triste, que siempre amé a mi patria. Todo transcurría bien para mí, cada vez mejor considerado por el extraño gobernante. Incluso hacía de intérprete cuando llegaban miembros de las embajadas francesa o inglesa, siempre interesadas más en los posibles beneficios que en el juego limpio entre naciones. Me estaba convirtiendo en un apoyo fundamental para el Presidente, al que seguía guardando un fingido respeto reverencial, ya que mi acatamiento suponía una salvaguarda en aquella especia de bárbara corte donde cualquiera podía amanecer elevado a una alta dignidad o asesinado al día siguiente. Había, sin embargo, otros cortesanos que me miraban con verdadero odio y ahí supe que antes o después llegarían los problemas. Y llegaron de la mano de un diplomático enviado por la Corona. Imaginé que a la otra corte también habría llegado otro espía con idéntica embajada: negociar la vuelta de la isla al Reino de España. El espía en cuestión se presentó con credenciales de un ministro de Madrid y mantuvo varias entrevistas privadas con el Presidente. La primera vez que nos cruzamos se quedó observándome. Después vi cómo le hacía una pregunta al Presidente, una pregunta que a juzgar por las miradas se refería a mí. Me eché a temblar. Y una tarde me interpeló: “—¿Cómo estáis, mi señor don Alfredo de los Monteros y Fajardo-Urrutia? Hace mucho que no nos encontrábamos”. Yo quedé demudado y le pregunté directamente: “—¿Quién sois, señor? No os recuerdo”. “—Es comprensible: no sois quien decís ser. Yo era amigo de don Alfredo, que apareció muerto de una herida de arma blanca en el camino de Cádiz hace poco más de un año. Sí que reconozco su levita sobre vuestro cuerpo, señor, si es que de verdad sois un señor y no un impostor, un ladrón y un asesino. Cuando vuelva a Madrid desvelaré vuestra impostura y conseguiré que la justicia os alcance dondequiera que os escondáis”. Y allí me dejó con la palabra en la boca, sin saber rebatirle sus acusaciones, cosa que era imposible, muerto de miedo al verme acusado de un crimen que yo jamás había cometido, pues yo me limité a robar a alguien que, ese sí, podía ser un asesino.
—Pobre muchacho, bien se sabe que Dios, en su infinita sabiduría, escribe derecho con renglones torcidos. ¿Qué hiciste, mi pobre Tomás?
—Defenderme como sabía: buscando una argucia a la desesperada, algún resquicio por el que salvar mi pellejo. Padre, yo no soy malo ni he querido nunca dañar a nadie, pero sí he sido siempre pobre y la pobreza encuentra siempre una razón o una justificación para salvar la vida o el bienestar o, siquiera, alejarse del peligro a la menor oportunidad… Y la oportunidad me llegó una madrugada en que media isla se despertó con los cañonazos que desde la otra república y desde el mar nos lanzaban los enemigos del Presidente. El palacio se tambaleaba a cada nuevo impacto, las pésimas lámparas de araña se hacían añicos y los cuarteados mármoles se resquebrajaban como el cascarón de un huevo al golpe más suave. Todo el mundo intentaba salvarse de aquel horror y ni siquiera la guardia presidencial aguantó en sus puestos, pues abandonaron a aquel pobre espectro que lloraba en el suelo como un niño en plena rabieta. Me acerqué a él y le dije: ”—Señor Presidente, creo que puedo salvaros”. “—Cómo, don Alfredo?” “—Igual que en el ajedrez: sacrificando una pieza menor. Creo que este ataque viene de la labor del espía español. Hacedlo detener, que yo lo haré pasar por vuecencia”. “¿—Cómo es posible eso, amigo?” “—Pondré su rostro en vuestro cuadro y lo tomarán por vos.” “—Una idea brillante que jamás se me hubiera ocurrido. Hazlo venir.” Y con la conciencia intranquila hice llamar a aquella amenaza para mí. El Presidente, mientras tanto, se había cambiado las ropas de oropeles falsos y ahora vestía como un sirviente. Cuando llegó el diplomático lo obligó a ponerse su uniforma de gran gala y le disparó al corazón sin el menor miramiento. Entre los dos lo sentamos en el falso trono presidencial, tras lo cual yo pinté apresuradamente sus facciones en el retrato, de modo que cuando el palacio fue allanado una hora después, la turba enemiga y sus colaboradores los militares españoles encontraron a aquel hombre retratado como presidente, muerto por un balazo que la atravesaba la banda honorífica, llena de borlas sangrantes. Era fácil que la falsedad surtiera efecto. El Presidente ni siquiera había tenido tiempo de imprimir los billetes con su efigie y su golpe de estado estaba tan reciente que solo unas cuantas plumillas con su rostro habían aparecido en los pasquines. Por otra parte, a los españoles les daba igual un muerto que otro y los escasos fieles se dieron prisa en celebrar un funeral y unas exequias sin público. Para cuando la situación se calmó y llegó el viejo Presidente, ahora repuesto y en negociaciones con la Corona, el cuadro que yo había pintado había desaparecido en el expolio. Poco después zarpé para llegar a Cuba y allí he vivido unos años de paz y cierta prosperidad, pero ya estaba harto del Caribe, de sus costumbres y su gente. Empecé a echar de menos a mis padres y mi paisaje sevillano. Además, había tenido amoríos con una mulata casada. Era guapísima y posó para mí hasta que pasó lo que tenía que pasar. El marido, un mandinga robusto como una torre, me tenía vigilado y, ante la idea de amanecer cosido a machetazos, decidí que había llegado el momento de cambiar de aires. Zarpé sin despedirme de nadie ni anunciar mi partida. El barco se llamaba el Fortuna. Creí que, si yendo en el Mala Estrella había ido saliendo a flote y hasta ahorrado un pequeño capital, regresar en un barco llamado Fortuna era un buen presagio, pero la vida a veces juega caprichosamente con nosotros, pues fue poner pie en el puerto de Sevilla y la guardia me prendió, acusado de matar, no solo al tal don Alfredo, con cuya cédula desembarqué, sino también de haber provocado la muerte del diplomático, acusaciones ambas en las que solo hay una parte de verdad. Yo no maté a don Alfredo y en el caso del diplomático, solo cambié un muerto por otro y ni siquiera fui yo quien apretó el gatillo… La sentencia ya la conoce, padre: garrote vil. No me la merezco, como ha dicho usted, pero toda mi vida he sido un trápala y el destino ahora se burla de mí pagándome con la misma moneda. Ya solo espero que el verdugo haga su trabajo con acierto para no sufrir demasiado en mi último instante y que Dios se apiade de mí.
—Hijo mío, veo que has captado perfectamente la esencia de tu vida equivocada y alejada de Dios y de su Iglesia. Rezaré por… ¿Qué es ese ruido? Parece…
La frase queda sin terminar, pues parte del techo de la celda se viene abajo aplastando al bienintencionado cura. Tomás comprende que ya no tiene quien lo defienda ni eleve al Rey petición alguna. Una nueva sacudida echa abajo los barrotes de la celda en medio de un estruendo infernal. Fuera se oyen los gritos de pánico, el ir y venir de presos y guardianes despavoridos, junto a los lejanos alaridos de la muchedumbre, presa del pánico o herida de muerte por el terremoto. Hay una segunda réplica, muy intensa, que zarandea el cuerpo de Tomás. En la galería solo polvo que asfixia e impide ver, toses, gritos, confusión. Y Tomás se encamina a la puerta de la cárcel sin que nadie le ponga el menor obstáculo hasta llegar al centro de aquella ciudad devastada por el caos. Se dirige al puerto. Allí encuentra un barco a punto de zarpar para América. Sonríe al comprender la nueva burla del destino: es el Mala Estrella.
Alberto Granados