El demoledor testimonio de una enfermera: «El paciente me llamaba por mi nombre: ‘¡Diana, por favor, vete!'»
Diana Barreiro, enfermera del Hospital de la Princesa, reflexiona sobre la peor experiencia de su vida. Ha llegado a trabajar 27 días consecutivos y, si conseguía dormir, soñaba siempre lo mismo
Diana Barreiro es una enfermera de Noia (A Coruña) que lleva cinco años trabajando en el Hospital de la Princesa (Madrid). Tiene 34 años –14 de experiencia profesional– y basta con escucharle unos minutos para apreciar el derroche de empeño e ilusión con el que afronta su trabajo. El 24 de julio de 2013, de hecho, estaba de turno en el Hospital de Santiago de Compostela. «Lo del accidente del Alvia fue muy duro», dice. «Pero no tanto como la crisis del coronavirus. Ni de lejos».
Entre marzo y abril ha llegado a trabajar 27 días seguidos porque prefería estar en el hospital a quedarse sola en casa pensando en lo que estaban viviendo sus compañeras. Durante todo este tiempo ha cuidado a mucha gente, ha visto morir a mucha gente y ha llorado mucho. Muchísimo. En algunos momentos ha trabajado sin equipo de protección y ha tenido que reutilizar una mascarilla FFP2 bastante más de lo aconsejable. Pero no se ha contagiado. Esta es su historia.
No era una gripe
«Oí hablar del coronavirus de Wuhan a finales de diciembre y al principio, como todo el mundo, no le di importancia, pero al ver que crecían los contagios en Italia y que no se cerraban fronteras ni se activaban cuarentenas, como sí se había hecho con los repatriados de China, ahí ya sí pensé que iba a haber un problema».
«No fui a la manifestación del 8 de marzo. En el hospital ya había pacientes con coronavirus y ese fin de semana estaban mis padres en Madrid. Les dije que era mejor evitar aglomeraciones y lugares cerrados».
«A un compañero se le había acabado el contrato y a los dos días le llamaron para trabajar en una planta con coronavirus. Él fue el primero que me contó que los pacientes empeoraban súbitamente y se morían. Ahí entendí que la realidad no se correspondía con lo que nos decían de la gripe».
«El 12 de marzo me puse el primer EPI y empecé a hacer pruebas PCR, pero todas dieron negativo. El 13 de marzo cerramos la planta y a partir del 16 ya solo trabajamos con pacientes con COVID».
El caos
«Fueron días horriblemente malos. Era como entrar en un campo de batalla, un caos absoluto. Recuerdo un silencio total en las habitaciones y en los pasillos. Daba miedo ver que los pacientes no hablaban entre ellos. También recuerdo a una señora que no dejaba de llorar. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que en la tele habían dicho que todos los pacientes con coronavirus se ibana morir. Mis compañeras me decían que saliera de la habitación, que ya había acabado. Pero, ¿cómo iba a dejarla ahí sola llorando? Al final se calmó. Le pedí que me echara una sonrisa, le bajé la mascarilla… ¡y me la echó! Eso me alegró un poco el día. Pero, ¿cómo les consuelas? No puedes prometerles que no se van a morir».
«Un día bajé a Urgencias y vi que la sala de espera estaba llena de camas, sillas y sillones apelotonados. Aquí en la planta, no. Pero sí vimos que, en cuanto un paciente se iba de alta, se trasladaba o se moría, enseguida te llamaban de Urgencias para decirte que ingresaba otro. ¡No daba tiempo ni a limpiar la cama!».
Vocación (a pesar de todo)
«Una mañana llegamos y el único EPI que teníamos era un traje hecho con bolsas de basura. Yo me puse una bata y trabajé toda la mañana con eso. Esa mañana me sentí desamparada. Los del servicio de Preventiva nos llegaron a decir que no hacía falta usar una mascarilla FFP2, que una quirúrjica era suficiente. Pero tenemos pacientes de 90 años que se quitan la mascarilla para toser, que no la llevan puesta cuando entras o que te tosen mientras les están pichando una analítica»…
«Entrábamos igualmente, claro. Ese mismo día se puso malito un paciente y entré solo con mascarilla quirúrjica y guantes. En esos momentos no piensas. Estaba cianótico [azul], saturando al 70%, y solo quieres salvarle la vida. Si llego a ponerme el EPI, no sé qué me habría encontrado»…
La muerte
«Se le había desconectado la máquina de respiración asistida, pero él solo me pedía que me fuera de la habitación para no infectarme. Me llamaba por mi nombre: ‘¡Diana, por favor, vete!’ Pero no podía irme. Lo recuerdo y se me viene a la mente muchas veces. Al día siguiente se fue a la UCI… Me dijo que, cuando saliera, vendría a despedirse. Pero no ha venido».
«A lo largo de mi carrera he visto morir a gente. De hecho, trabajé una temporada en Cuidados Paliativos. Pero ahí ya saben a lo que van… Esto ha sido distinto. Se te morían personas que en su casa eran totalmente independientes y eso lo llevé mal. No me daba tiempo ni de llegar a casa. Entraba en el autobús y me ponía a llorar».
Con los aplausos no basta
«El primer día salí a aplaudir como una loca. Creo que fui la que más aplaudió del barrio, pero no sé si se oían más mis lloros o mis aplausos».
«Que tus propios pacientes te aplaudan hace que te suba la moral y te entran ganas de seguir luchando. Pero los aplausos que más agradecí fueron los del principio y los del pico de la curva. Estos últimos, ya no. Que te aplaudan cuando están yendo a comprar todos los días solo por salir a la calle ya no reconforta tanto».
«La sociedad no es consciente de lo que hemos vivido. Deberían haber enseñado lo que sucedía en los hospitales o en el Palacio de Hielo. Mucha gente cree que no ha sido para tanto, pero lo que vivimos en el hospital no se había vivido nunca y espero que no se repita. Ha sido la peor experiencia personal y profesional de mi vida».
«Tengo la esperanza de que esto haga que la gente abra los ojos. Que los dirigentes políticos vean la falta que hace un buen sistema sanitario público. Pero en el fondo creo que se vana a olvidar de esto muy rápido. Es mi miedo».
Abrazos y pesadillas
«Estoy sola en Madrid. Mi pareja vive a 700 kilómetros y mi familia a 650. Mi padre estaba tan preocupado por mí que no dormía en toda la noche. Cuando llamaba a casa, intentaba no llorar. Pero yo tampoco dormía y, cuando lo conseguía, siempre soñaba lo mismo: el hospital abarrotado, pacientes llegando sin parar... Lo bueno es que, al vivir sola, no he tenido miedo a contagiar a mi familia».
«Fue muy duro llegar a casa y no tener nadie a quien abrazar. No encontraba consuelo. No dormía, no me entraba la comida… En el hospital todos los días eran malos y cada vez se moría más gente».
Orgullo
«Nunca pensé en coger una baja. Tenía que seguir trabajando. No podía dejar a mis compañeras en la estacada. Si me hundía por dentro, ya me levantaría más tarde».
«Tardé en poder hablar con mis compañeras. Todas estábamos igual. Pero ahora, sí. Nos sentamos y hablamos. Una contó que lloraba en la ducha para que su familia no la viera… Y he visto a compañeras entrar en las habitaciones con chubasqueros del Parque de Atracciones. ¡Qué orgullo! Esto nos ha unido mucho».
«Si tuve que enfrentarme sola a todo esto, y además sin poder desahogarme, creo que ahora puedo enfrentarme a cualquier cosa. Me ha hecho más fuerte».