Viven en el primer mundo, ése donde les contaron que la justicia social existía. Vinieron, algunos ya no recuerdan ni cuándo, en pateras que eran poco más que una cáscara de nuez movida por los vientos en la oscuridad de la noche del Estrecho. Llegaron a tierra y bendijeron el milagro de su suerte.

Otros viajaron desde Latinoamérica en un vuelo barato con un permiso de turista que caducó hace un par de años porque allí sólo había miseria y aquí les refirieron que había futuro para criar a sus hijos; también, algunos, llegaron de Rumanía, de Bulgaria, hartos de pobreza y corrupción, de ser considerados europeos sólo cuando interesa. Los hay que llegaron solos para empezar la aventura, otros con sus parejas y, los menos, con niños que cambian de colegio al ritmo de las estaciones del año. El oficio de temporero tiene esas servidumbres.

Lo que ya no entra dentro de las características de un trabajo, es la explotación, la maldad repugnante de algunos empresarios del campo, como éstos del Llano de Zafarraya a los que ahora la Guardia Civil ha denunciado por mantenerlos hacinados en condiciones infrahumanas. Les caerá una multa, claro. Mientras, la situación seguirá, en otro lugar, tal vez, en otra finca: diez horas de trabajo a seis euros la hora, sin seguridad social ni papeles, para tenerlos atrapados. Da igual, piensan algunos canallas: son sólo pobres, y a los pobres del mundo no los escucha nadie porque su voz no alcanza al poder. Qué rápido nos hemos olvidado de cuando los temporeros eran nuestros padres vendimiando en la Francia de los sesenta; de cuando las maletas de cartón se subían en trenes infinitos con destino Suiza o Alemania y los pañuelos blancos se agitaban por las ventanillas tristes. Los nuestros, al menos, se marchaban para construir un porvenir con todos los derechos y con un contrato decente.

Ahora, cincuenta años después, a los que vienen a esta tierra a hacer los trabajos que nosotros no queremos los tratamos con un desprecio codicioso en la mirada y buscando las triquiñuelas para engañarlos para que así se perpetúe su desgracia a miles de kilómetros de sus familias y de sus hogares. Cuando las sanguijuelas que se beben su sudor los miran, no ven personas sacrificándose: los examinan como si fueran fuerza bruta, seres inferiores, porque la falta de humanidad, en su vileza más repugnante, puede llegar a tales cotas. La cuestión es sacar el máximo rendimiento con el mínimo coste, perpetuar penurias, amarguras y desamparo porque estos oprimidos del siglo XXI no pueden defenderse exigiendo derechos desde esos barracones sin agua o luz, desde las chabolas con colchones en el suelo donde aguardan la llamada diaria para volver al tajo. El campo, es evidente, da poco dinero en un país incapaz de hacer una reforma imprescindible para fortalecer un sector económico fundamental que necesita una regulación urgente, pero de ahí a la mera existencia en España de tales perversidades inadmisibles hay mucho trecho. El que existe entre la decencia y la ignominia.

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