Cuando entonces, en la infancia imprecisa de veranos eternos, bajábamos al mar cargados con un cubito rojo, una pala de plástico y un rastrillo. Era media mañana y la playa, con el azul profundo de fondo, se antojaba el lugar prodigioso donde se podían construir todos los sueños.

Lo primero era encontrar el sitio preciso, no demasiado cerca de las olas, ni demasiado lejos; también era esencial no ubicarlo en un espacio de paso, que con tantos mayores despistados, corríamos riesgo de derrumbamiento inmediato. Habrá gente que crea que es fácil, pero hacer un castillo de arena siempre ha requerido la paciencia inagotable de un orfebre, de quien quiere edificar un fantasía viéndola tomar forma poco a poco, que es como se cimentan todas las cosas importantes de la vida.

Se delimitaba el espacio circular y ahí empezaba la tarea: ir conformando, con la presión de las manos desnudas y el cubo, una montaña inmensa (en la niñez todo es inmensidad y asombro) con un agujero imprescindible en su cúpula dorada. Y, en ese instante empezaban los interminables paseos al rebalaje, aún con el precario equilibro de quien ha aprendido a andar no hace demasiado, para acarrear la indispensable arena fresca y mojada. Nadie que no lo haya hecho, ha tenido la oportunidad de percibir ese olor a mar y salitre, a frescor y a pureza, a brisa leve con voluntad de amparo frente al sol inmisericorde del primer agosto. Era un ir y venir cargando el cubo rojo de arena húmeda o bien de agua traída por las olas, como aquel otro niño que quería vaciar el mar de los fenicios en un hoyito de la playa de Salobreña, inasequible al desaliento. Lentamente, íbamos echando el agua por el boquete de la montaña de forma casi intuitiva, apretando bien para evitar fracturas y dando forma a la imaginación. Era esencial la calma para elaborar almenas y torres (no nos olvidemos de las torres), prensando cada grano con la fuerza exacta, ayudados por la pala y el rastrillo para que quedaran lisas las paredes. También resultaba fundamental formar bien las almenas y un foso hondo, con cocodrilos hambrientos a ser posible, para defender la fortaleza de piratas y enemigos, siempre dispuestos a robar el tesoro. Porque, claro, no hay castillo verdadero sin tesoro escondido; por ejemplo, piedras redondas de colores, un trozo de papel con nuestro nombre, una moneda pequeña y algo muy secreto que no debe contarse. Como el castillo era mágico, por la noche desaparecía porque hacía falta en el mundo de las hadas. Suponía eso empezar de nuevo al día siguiente, como Sísifos entusiastas, porque los albañiles del mar nunca se cansan, todo el mundo lo sabe. Luego, con Cernuda, terminó la niñez y caí en el mundo, pero sé bien que ahora hay otra niña rubia en algún lugar que, con las mismas herramientas, con ilusión, erige su universo desde la inocente sabiduría del que anhela un futuro de libertad, disfrutando cada minuto de esa paz infinita que es la infancia.

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