Sentir cómo se mueve la tierra, cómo crujen los edificios, cómo los segundos se convierten en un tiempo eterno… Los terremotos de aquel agosto se unieron a una sociedad granadina en pleno cambio

Un niño de diez años recién llegado de vacaciones de un pueblo de mar como Garrucha (Almería), un 31 de julio de 1979. Cada verano marcaba un antes y un después, pero este iba a ser muy movido.Uno comenzaba el nuevo año el 1 de agosto no el 1 de enero; llegabas de la playa a una Granada casi vacía, te interesabas por aquella pretemporada del Granada con jugadores como Joaquín Calera, Angulo, Izcoa, Alete, Jorgoso, Fali; quedabas con los pocos amigos que habían regresado ya del pueblo o aquellos otros que no se marchaban nunca de veraneo; las vacaciones seguían. El encuentro servía para demostrar que poco a poco ibas dejando atrás la infancia; se hablaba de esta o de aquella chavala que te gustaba; nos íbamos a reírnos de los turistas porque nos creíamos inmunes al ridículo y libres para divertirnos de cualquier manera; pero sobre todo, aquel verano hablamos de los terremotos. Aprendimos a temblar con intensidad y magnitud Richter.

Granada sintió más de cincuenta sacudidas sísmicas desde marzo hasta finales de agosto de aquel 1979, pero los más duros se reprodujeron durante ese verano. Al menos cuatro de esos terremotos estuvieron por encima de los 3.8 grados en la escala Richter y uno de ellos superó los 4.8 grados. Mis pies no llegaban al suelo cuando me sentaba en una silla, pero sí era consciente de que cuando la lámpara del salón se movía, cualquier cosa podía pasar. Recuerdo a mi padre salir de casa en plena madrugada para ver si una de esas sacudidas había provocado algún mal en un tío mío con una discapacidad severa. Cuando regresó, cinco de mis seis hermanos estaban despiertos junto a mi madre, asustados, y recuerdo aquel comentario: «Los jardines de Fuentenueva están llenos de gente en pijama y en bata. Se han refugiado allí». Era el miedo a una nueva sacudida.

Los granadinos nos licenciamos en terremotos ese verano. Aprendimos a mirar las lámparas que cuelgan del techo para conocer la intensidad de la sacudida, después vinieron las bromas de mover la cadeneta de la luminaria para simular un terremoto. Aprendimos a cruzarnos miradas de pánico mientras se aguantaba de forma inconsciente la respiración. Aprendimos a saber cuándo un terremoto era serio y cuándo una pequeña sacudida. Dicho de otra manera, a partir de 3.5 en la escala Richter, merecía la pena contarlo.

Recuerdo aquel inicio de curso 1979-1980 con don Antonio explicándonos qué hacer en caso de un terremoto.«Debéis meteros debajo de una mesa y, si estáis en la calle, huir hacia un descampado»

Un verano en el que cientos de familias obreras de los barrios deLos Pajaritos yPlaza de Toros aprendimos a temblar con el resto de la ciudad. No sé si realmente temblábamos por las sacudidas de la tierra o por lo que se avecinaba en aquella Granada que en ese año eligió a su primer ayuntamiento democrático, por los ríos de heroína que llenaron el cementerio de San José de jóvenes vapuleados por la droga o por aquel Granada CF que inició una crisis de la que ha tardado en salir más de 35 años.

Miguel Ríos, Triana,Medina Azahara,Leño, Barón Rojo, Burning, los destapes de la revista Interviú, las películas de dos rombos… aquellos niños del 79 también aprendimos a temblar de otra forma, y aquel verano fue una buena escuela.

JOSÉ RAMÓN VILLALBA

FOTO:Vecinos del Zaidín se echaron a la calle tras la sacudida sísmica del 31 de julio de 1979. / GRANADOS DÍAZ

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