En este tiempo de España, los pícaros (literarios o no) son los que dicen las verdades de la conducta humana, los que dan la dimensión de la miseria moral y de los juegos semánticos que difuminan la falta de valor o el encubrimiento de la realidad, que al final vienen a ser la misma cosa.

Estaba yo leyendo la Ley Celaá cuando me ha venido a la cabeza aquello que decía Crispín, el personaje de don Jacinto Benavente -un premio Nobel olvidado- en ‘Los intereses creados’, de que, para salir adelante con todo, mejor que crear afectos es crear intereses.

Exactamente eso es lo que viene pasando con los sucesivos ministros de Educación de este país, que han preferido venderse a los intereses nacionalistas que los mantienen en el poder promoviendo leyes que vienen a empeorar, cada una, el vergonzante trabajo que se ha hecho con la anterior en vez de crear el afecto de la ciudadanía en plural y del sector educativo. Tengo escrito que un país con siete leyes educativas en cuarenta años es un país que no se toma en serio la educación. Si a esas siete le sumamos la octava, que nos llega de la mano de Isabel Celaá y nuevamente sin consenso, no podemos más que aventurar que en un par de años será papel mojado y otro mal recuerdo de la incapacidad de los políticos para llegar a acuerdos en cuestiones de altísima sensibilidad ciudadana escudándose en ideologías. De la manipulación de los “hunos y los hotros”, que diría Miguel de Unamuno, en ámbitos esenciales que debieran trascender a intereses partidistas deviene todo.

Porque, en lo que toca a educación, es irracional que se pongan a experimentar con algo tan trascendental como es la formación de un alumnado que cada día se constata que está más incapacitado para enfrentarse al mundo, a esa realidad santa que es la vida, después de haber pasado por diferentes etapas formativas en las que el profesorado está atado de pies y manos para ejercer su imprescindible labor de abrirles los ojos al conocimiento. Esto no es opinión, basta ir al dato: según el último Informe PISA, nuestros estudiantes han caído catorce años en competencia lectora. Es decir, catorce años desperdiciados (o lo que es lo mismo, una generación perdida) de personas incapaces de comprender un texto en español, de jóvenes que no conocen que la lengua es una patria, un refugio del alma que no se puede manosear a pesar de que lo hagan los políticos. Tampoco existe justificación a sostener este arrinconamiento de las Humanidades (filosofía, latín y griego, etc.), tan denostadas en un mundo que muchos tratan torpemente de interpretar sólo con cifras. O esa barbaridad que supone pasar de curso a alumnos con asignaturas suspensas. Así las nuevas generaciones llegan a sentarse en aulas universitarias escribiendo burro con ‘uve’, creyendo que el Ebro es una marca de leche o que Murillo es una pared pequeña. Este nivel de gravedad hemos alcanzado por la ausencia de gestores públicos comprometidos, por la incapacidad manifiesta para escuchar la verdad cotidiana de los docentes, por jugar con las prioridades del Estado. Isabel Celaá ha fracaso estrepitosamente por eso: porque perpetúa esa actitud de malbaratar el porvenir de nuestros niños pudiendo salvarlos de la ignorancia con medidas eficaces. Y eso es imperdonable.

 

A %d blogueros les gusta esto: