Se equivocan, quienes olvidan que la memoria es una parte fundamental de nuestra existencia, que nos hace falta imperiosamente recordar para no volver a repetir los errores que tanto daño hicieron y que son como una mano negra estrujando el corazón.

Ha llegado el año nuevo y enero es un niño con un caudal de llanto que llama a la puerta buscando esperanza, una oportunidad siquiera, esa dulzura precisa que contienen las palabras verdaderas, las que brotan de manantial fresco y son capaces de tender un puente donde antes hubo un precipicio, las que hacen habitable la existencia y te dan la mano cuando estás a punto de caer al abismo. Ellas nos salvan, como decía Ana María Matute, y en ellas nos cumplimos.

Las palabras construyen lo que somos con la precisión de un artesano que modela la arcilla hasta darle la forma exacta, conforman nuestra identidad y nos enseñan a convivir con nosotros mismos cuando la luz se apaga y es silencio en la noche. A veces también nos traicionan y se convierten sin quererlo en el dolor del olmo cuando lo atraviesa un rayo y le parte el corazón en dos mitades. Es lo que ha venido pasando en 2020: demasiada gente las ha utilizado para mentir, para disfrazar la realidad, para atacar al otro, para crear confusión y desamparo en un momento en que únicamente la verdad podía hacernos un poco más libres. Las tribunas se han llenado de oradores falaces, gentes sin conciencia ni criterio que, en vez de propiciar la unidad, quisieron que España fuese una torre de Babel sin orden ni concierto, el caos que supone la falta de entendimiento en lo esencial. El único anhelo es que esa gente no haya causado un daño irreparable a palabras fundamentales como sinceridad, prudencia, calma, justicia o nosotros.

En curioso que quienes somos ahora habitantes del silencio necesitemos tanto transitar por un camino empedrado de palabras sensatas, el que otros nos dejaron como monedillas de oro para establecer con ellas una amistad serena y reposada que debe eternizarse en el tiempo. Seguramente es la razón de queramos resguardarlas de tanta nieve que acaba por ser olvido, abrigarlas con una manta y º darles refugio hasta que escampe.

Pero sucede que no escampa, que acabamos de empezar el año y creemos que con eso está todo hecho. Que el pasado no cuenta y que, cada vez que llega enero, todos empezamos de nuevo como una suerte de imitadores de Sísifo, condenados a empujar eternamente una enorme roca por la ladera de una montaña sin alcanzar jamás la cima porque siempre acaba por rodar pendiente abajo. Se equivocan, quienes olvidan que la memoria es una parte fundamental de nuestra existencia, que nos hace falta imperiosamente recordar para no volver a repetir los errores que tanto daño hicieron y que son como una mano negra estrujando el corazón. No, evidentemente no hemos salido más fuertes del 2020 ni como sociedad ni tampoco individualmente. Estamos muy cansados los que aún seguimos aquí, los que hemos heredado el amor por la palabra verdad, por la palabra solidaridad, por la palabra decencia. Nuestra fortuna es que aún somos mayoría los que no hemos perdido la certeza de que ellas puedan salvarnos, lo mismo que la lluvia puede salvar una cosecha o que un espigón protege la playa de las acometidas furiosas del mar. Por eso, en este camino que iniciamos, ojalá quienes tienen la responsabilidad de tomar decisiones las expresen con cuidado, con la ternura necesaria, esa que requiere la vida cuando afuera hace un frío de escarcha.

foto: https://danielcapoblog.com/2013/01/18/que-podemos-aprender-del-pasado/

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