¿Sabe si sufre el síndrome de Solomon?
Sus víctimas se autolimitan para no destacar y evitar la envidida, un sentimiento dañino que se siente y, además, se padece
Decía el psiquiatra español Carlos Castilla del Pino (Cádiz, 1922-Córdoba-2009) sobre una emoción tan dañina como la envidia, que de la sana no existe. «Es una expresión propia del habla coloquial -puntualizaba- que define la admiración. Pero eso no es envidia». La de verdad entristece, solivianta, hace daño, recordaba el especialista, quizá el que más haya reflexionado sobre esta expresión en las relaciones humanas en la publicación de artículos y ensayos científicos.
Pero corroe no solo a quien la tiene; la envidia es un acto que requiere de un sujeto y un objeto de forma indefectible. Así, quienes la padecen también necesitan herramientas para reconocer este sentimiento tan destructivo y, a la vez, tan típico del comportamiento grupal. Pero no siempre es fácil, y uno de los riesgos que existen, para las víctimas, es el desarrollo del denominado ‘síndrome de Solomon’.
El nombre a este comportamiento que se desarrolla por el miedo a la inquina ajena lleva el nombre del psicólogo que lo acuñó en la década de los cincuenta, Solomon Asch. A pesar del tiempo transcurrido, sus experimentos en torno al asunto no han perdido vigencia. Sobre todo los dos principios básicos que demuestra. Uno, que el entorno condiciona la libertad individual más de lo que pensamos, incluso hasta llegar a lastrarla. Y el más sorprendente, que somos capaces de cualquier cosa antes de ser rechazados por el entorno cercano, incluso de autoboicotearnos.
El experimento fue realizado en un colegio, al que aparentemente Asch acudía a realizar una prueba de visión entre los estudiantes. Al menos eso es lo que les dijo a los 123 voluntarios que participaron -sin saberlo- en su investigación, que realmente trataba sobre la conducta humana en un entorno social. A la caza del discordante
Este era muy simple: en una clase de un colegio se juntó a un grupo de siete alumnos, los cuales estaban compinchados con Asch. Mientras, un octavo entraba en la sala creyendo que el resto participaba en el mismo test de visión que él. A todos se les mostraron tres líneas verticales de diferentes longitudes, dibujadas junto a una cuarta línea que era igual a una de las anteriores -se veía claramente-. Entonces, se les pedía que dijesen en voz alta a cuál era idéntica esa cuarta. Y lo organizaba de tal manera que el alumno que hacía de cobaya del experimento siempre respondiera en último lugar para que escuchase la opinión del resto antes. La respuesta era tan obvia que no cabía error. Sin embargo, los siete estudiantes compinchados respondían de forma incorrecta. Para disimular un poco, se ponían de acuerdo para que uno o dos dieran otra contestación, también errónea.
La prueba fue repetida 18 veces por cada uno de los 123 voluntarios que participaron en el experimento. A todos ellos se les hizo comparar las mismas cuatro líneas verticales, puestas en distinto orden. Solo un 25% de los participantes mantuvo su criterio todas las veces que les preguntaron; el resto se dejó influir por la visión de los demás. Los alumnos cobayas respondieron incorrectamente tres cuartas partes de las veces para no ir en contra de la mayoría. Acabado el experimento, los 123 alumnos voluntarios reconocieron que «distinguían perfectamente qué línea era la correcta, pero que no lo habían dicho en voz alta por miedo a equivocarse, al ridículo o a ser el elemento discordante del grupo».
En la raíz de este comportamiento está el miedo a ser víctima del ataque del envidioso, algo de lo que se puede salir muy mal parado, «incluso sin ser consciente de ello», apuntaba el citado estudioso psiquiatra español. Así, esta autolimitación, ese adaptarse a la corriente general, se lleva a cabo en la mayoría de los casos sin un planteamiento previo consciente, pero, por ejemplo, está en el fondo de miedos tan singulares como el pánico a hablar en público o, en la etapa escolar, a levantar la mano para dar la respuesta correcta aunque se sepa con seguridad.
Cómo reconocer a un envidioso
- Hablan de lo privado.
- El envidioso utiliza en su estrategia para dilapidar la buena fama de la persona objeto de su ataque aspectos difícilmente comprobables de la privacidad del envidiado. Suelen hacer circular chismes sobre estas personas que prosperan en un grupo que le da mayor credibilidad al envidioso. Esto sucede porque éste se ha ocupado previamente de venderse como quien maneja más información.
- Copia, no crea.
- El envidioso es un sujeto frustrado al no lograr lo que anhela. También es torpe para la creación y se mueve en la imitación, ya que ha construido su personalidad en la comparación. Castilla del Pino lo define como una persona suspicaz y desconfiada. Esto último es especialmente relevante porque toda relación productiva se basa en la buena fe y la confianza. Cuando esta falta, se abre la puerta a hacer (y que te hagan) daño.
- Discurso monocorde y obsesivo.
- El discurso del envidioso es monocorde y compulsivo sobre el envidiado, vuelve una y otra vez al «tema» -el sujeto envidiado y el bien que ostenta sin a su juicio merecerlo- y, sin quererlo, concluye identificándose, es decir, «distinguiéndose» él mismo por aquello de que carece. La carencia de algo es un signo diferencial; y la identidad del envidioso está, precisamente, en su carencia.
Con esto, lo que evitan a toda costa las personas que sufren el citado síndrome es cultivar buena fama. No en vano, reflexiona Castilla, la destrucción que busca el envidioso no es tanto del sujeto o de su presencia, sino de su imagen. «El verdadero objeto de la envidia es la fama por su buen hacer, y de ahí que su actuación principal para destruir sea la difamación», añade el psiquiatra.
Los métodos para lograr este descrédito en el que pueden caer las víctimas de envidiosos consumados son difíciles de prever y manejar. Pero, para hacerles frente si llegara el caso, lo primero que se necesita es conocerlos. En primer lugar, «el envidioso elige aspectos difícilmente comprobables de la privacidad del envidiado, que contribuirían, de aceptarse por el grupo, a dilapidar esa imagen positiva de la que goza frente a los demás», señala Castilla. Y sigue: «El envidioso a menudo se hace pasar por el mejor informado. Así, también logra que los demás confíen en él y construyan su imagen de la víctima con bases equivocadas».
El discurso del difamador no necesariamente suele aludir a un aspecto concreto del que tiene prestigio. «Al contrario, tiende a socavar la buena fama global del sujeto en cuestión». Para ello utiliza circunstancias, errores o ‘debes’ de la persona a la que pretende destruir que, a veces, pueden incluso ser verdad. Pero el problema es que el envidioso pretende convertir «esta parte de verdad» en la definición global del otro.
En esta dinámica, otro de los métodos clásicos de quien se consume en esta pasión tan destructiva es el denominado ‘hipercriticismo’; es decir, el hacer notar constantemente lo mal que se desenvuelve en una u otra destreza la persona envidiada. En este rasgo tan distintivo, la excesiva crítica, se encuentra, a la vez, una de las mejores armas para quienes se tengan que defender porque es muy delatora. Cuando se encuentra a una persona que cae en esta actitud de forma muy evidente, es mejor pensar que en cualquier momento te puede tocar a ti.
En este sentido, recuerda Castilla, la envidia crece en un sujeto que no se quiere a sí mismo, que no se reconoce, que se compara y que, en definitiva, se odia por cómo es. Y esto es una constante en la vida, lo que llevará a tener, no una sola víctima, sino muchas. «No dejará títere con cabeza en su entorno», se suele decir de ellos. Muchas veces, incluso intentará racionalizar ese sentimiento, presentándolo como un signo de generosidad con frases del tipo: «Digo esto por tu bien».
Si detecta este comportamiento de forma muy acentuada en alguien de su entorno, ya sabe para lo que debe estar preparado. Y esto no se limita a defenderse, o como sucede con el citado síndrome, autolimitarse; sino que el sujeto deberá ser consciente de la realidad que le rodea y realizar un trabajo inteligente con el grupo para neutralizar, con acercamiento y buena comunicación, el discurso del envidioso. Y, sobre todo, no ceder. En la base de esta resistencia está -de nuevo- una sólida autoestima. A la vez, «el comprender la futilidad de la opinión ajena», recuerda el citado especialista. El mismo Nelson Mandela, en uno de sus escritos más famosos, lo advertía: «No hay nada de instructivo en encogerse para que otras personas no se sientan inseguras junto a ti».
La psicóloga Mercedes Valcarce, doctora por la Universidad de Deusto, estudiosa de esta expresión de la emoción humana a la que dedicó su tesis, analiza cómo a lo largo de la Historia, la naturaleza de este sentimiento devastador ha sido objeto de controversia. ¿Es algo innato al hombre, en tanto en cuanto compite por su posición desde que nace? Al respecto, reflexiona Valcarce, no hay religión, ética o filosofía que no prohíba la envidia e intente reconducirla. «Y todo lo que se veta severamente es porque constituye una tendencia profunda del corazón humano; no habría necesidad de prohibir lo que nadie querría realizar», sostiene. Así, resulta lícito pensar que es del todo común ser por desgracia objeto de este impulso tan nefasto, pero tan humano.
https://www.ideal.es/vivir/relaciones-humanas/envidiosos-defenderse-identificarlos-20210302151459-ntrc.html