Diez años desde el levantamiento: los jóvenes del exilio sirio quieren ser dueños de su futuro
Una generación de refugiados de Siria lucha por salir adelante sin poder volver a casa
Todavía faltaban unos meses para que las primeras familias cruzaran las fronteras convirtiéndose en refugiados. Pero fue cerca de aquí, en el paso fronterizo entre Siria y Jordania, o en el norte, en las montañas entre Idlib y Turquía donde la violencia alcanzada por la represión les empujó a huir. Esa misma violencia es la primera explicación que los refugiados daban estos días en Jordania para justificar que no quieran volver a su país.
Según datos de Naciones Unidas, desde 2016 han vuelto a Siria 267.000 refugiados. Los datos sólo incluyen a los que están registrados y además vuelven por un cauce legal, pero no hay constancia de que el número pudiera ser mucho mayor. De hecho en 2019 es cuando más retornos hubo, porque incluye a los casi 100.000 sirios que Turquía ‘empujó’ en hacia la franja norte del país, que ahora controla directa o indirectamente en buena parte.
Los retornos desde Jordania son muy pocos, y menos ahora con los pasos fronterizos de Jaber y Al Ramtha bajo mínimos por la crisis de la covid. Así que los más de 600.000 refugiados sirios que ACNUR tiene registrados en este país (si añadimos aquellos que no se registraron como refugiados, pero viven aquí regular o irregularmente, se supera el millón) se preparan para algo más que pasar un tiempo corto aquí.
“Nunca olvidaré mi país -dice Maysa, refugiada de Homs en el campo de Azraq-, pero nos tenemos que adaptar. Hemos perdido mucho en la vida, y no quiero perder más, intento rehacerme”. Maysa nos recibe en una inmaculada ‘casa’ en un campo levantado en mitad de un desierto de suelo volcánico, azotado por un viento enloquecedor la mayor parte del tiempo. Ofrece, junto a su marido, las tradicionales muestras de hospitalidad, pero les recuerdan que los protocolos por la covid no lo recomiendan, así que en lugar de eso encienden un ventilador en la pared para airear.
Maysa y su marido hablan con mucha claridad: “El único motivo por el que estamos en este país es porque nos da seguridad, y eso es lo más importante para unos padres”. Porque de volver a Homs, ni lo piensan. Pero sí tienen muy claro por qué: puede que no haya bombardeos, pero tampoco seguridad, el marido todavía es joven y puede ser llamado a filas, han perdido sus propiedades allí; y Siria tiene poco que ofrecer a quienes ya lo han perdido todo. “No es que empezáramos de cero si volvemos -dice su marido-, es que empezaríamos desde más abajo”, se resigna recordando que antes de que la violencia política destruyera a la sociedad siria, tenían casa y trabajo, porque ambos son universitarios.
En un barrio del norte de Amán visitamos a la familia de Mohamed, llegados de Homs en 2013. Las casas de la zona son construcciones en bloques de hormigón sin enlucir, lo que da al barrio un tono grisáceo. En el recibidor de la vivienda hay que pelearse para poder desenvolverse con una litera que ocupa buena parte del espacio, y en la que duermen los seis niños de la familia. La otra habitación -en realidad la única sala propiamente dicha- es donde duermen él, su mujer y su madre, donde comen, donde guardan sus pertenencias. Es a lo que se reduce una casa para nueve personas. Pagan 100 dinares (algo más de 100 euros) por este espacio mínimo. “Estamos al límite psicológicamente -explica el matrimonio-, y nuestra esperanza está ahora en que nos acepten para poder ir a otro país”, dicen respecto al programa de reasentamiento para refugiados sirios. De los 1.4 millones de sirios que lo pidieron en 2019 -último año del que hay datos- sólo 63.000 lo consiguieron.
La familia está lastrada por la enfermedad del padre, que le impide trabajar, y por las deudas que se acumulan entre alquiler y medicinas. Convierten en efectivo los cupones de ayuda alimentaria, y con eso saldan la deuda, a cambio de empobrecer su cesta de la compra. “Casi imposible”, define Eman, la mujer, la misión de ir al mercado a por alimentos.
Amán se ha convertido en la última década en una de las ciudades más caras de la zona, haciendo que los propios jordanos tengan serias dificultades para llegar a fin de mes. La crisis provocada por la covid ha dado un último golpe a esta sociedad, mandando al paro a un tercio de los refugiados sirios (la tasa de paro oficial es del 25%).
Y sin embargo, a la familia de Mohamed ni se le pasa por la cabeza volver a Homs, en el centro de Siria. Hablan con la familia que les queda allí, y echan de menos poder ver a hermanos o hijos de los que se separaron hace ocho años, cuando huyeron de una ciudad inmisericordemente bombardeada por el régimen.
Pero es esa misma familia allí la que les dice cuál es la situación: “no hay electricidad, no hay trabajo, la comida está carísima”, dicen los tres adultos casi al unísono. Según la Oficina Central de Estadísticas siria, la inflación el año pasado fue del 200%. Y aún más alta en la cesta de productos alimenticios básicos. Las reducciones de los subsidios por parte del gobierno han provocado protestas en zonas tradicionalmente tranquilas para el régimen, mostrando la desesperada situación de casi ocho de cada diez sirios dentro del país, según las estimaciones de las agencias de la ONU.
El infierno abierto hace una década por el régimen sirio -al que han contribuido todas las potencias internacionales y regionales- no tiene atisbos de ir a cerrarse a corto plazo. Así que diez años después de aquella pintada de unos jóvenes de Dara’a reclamando su futuro, son la siguiente generación, aquellos niños de la guerra, los que vuelven a luchar por hacerse oír. Aunque ahora sea de manera individual y no política, y con el deseo de tener una oportunidad, atrapados entre un sitio al que no pueden volver, un conjunto de países que no los quieren y una sociedad que les acoge pero que les niega las oportunidades. Según lo ve Francesco Beret, portavoz de ACNUR en Jordania “tenemos que darle la vuelta al discurso y decir que los refugiados deben tener acceso a perspectivas de futuro, que hasta ahora no han tenido”.
El hijo de Mohamed y Emán trabaja en una panadería de la mañana a la noche por tres dinares al día (entorno a cuatro euros). Es el ejemplo de esa generación que lucha por salir adelante, y que como resumen Manuel Martínez Pumarol, jefe de protección social de UNICEF en Jordania, en muchos casos “lo único que conocen son esos metros cuadrados de los campos” en los que han pasado ya una década.