Amanece en Granada con un sol tímido escondido entre nubes; sigiloso, va despertando a los árboles recién vestidos de verde intenso en sus hojas primerizas. Afuera todo es silencio y sólo se escuchan trinos de algún pajarillo despistado. Buenos días, mamá. Todavía no han nacido los gorriones, pero el otro día vi un mirlo en los jardincillos pequeños, muy cerca de nuestra puerta. Tú ya estarás despierta y en las habitaciones del cielo debes andar muy ocupada, echando una mano aquí y allá, pero intentando que no se note, como siempre.

Ha pasado un año y seguimos resistiendo, que no es poco, como tantas familias. Sin embargo continúa la pandemia, quedan individuos irresponsables por cuya imprudencia sigue marchándose gente imprescindible, personas como tú; tenías razón, nadie escarmienta en cabeza ajena. Intuyo que estarás charlando con muchas madres que también se han ido apresuradamente en estos trescientos sesenta y cinco días (cuatro más, para ser exactos), o antes que tú. Cuídalas a ellas también, que ya sabes lo duro que es y tú eres mucho de proteger a todo el mundo. Tengo pleno convencimiento de que ahí arriba, desde donde ves la luna tan cerca y las estrellas juegan contigo como mariposas de luz, te recibirían como mereces y ya habrás hecho amistad con todos. Siempre me asombró esa rara habilidad tuya para ganarte afectos, para que vinieras unas semanas y, luego, la frutera, el carnicero, el quiosquero o un vecino al que ni conocía antes me preguntaran por ti: que cómo iba la recuperación de rodilla, que qué suerte la mía con unos padres así, que qué guapa es mi madre, que cuándo regresabais… En estas dos décadas que llevo en el barrio, evidentemente te conocen más a ti que a mí y ese misterio nunca deja de maravillarme. Pero es que siempre se identifica la bondad a primera vista y tú la tienes a raudales.

De aquí podría contarte muchas cosas, pero sé que las percibes, que comprendes nuestro sacrificio cotidiano, no poder llamarte, ni abrazarte, ni mirarte afanosa en la cocina, atenta siempre a mi llegada. Estoy regando tus macetas, mamá; sí, esas mismas macetas que antes me parecían insufribles porque todo lo que no tiene letras ya sabes que normalmente me es ajeno. Sólo la mitad han sobrevivido a tu ausencia, pero persevero buscando el equilibrio para evitar ahogarlas. Ten paciencia conmigo porque es difícil lograrlo sin tener tus manos de ternura, capaces de convertir en vida lo que rozan. Oye, desconozco por qué, pero cada vez me parezco más a ti: ahora soy una suma de gestos heredados de personas que habitáis el azul infinito. Y eso me da paz, imagino que como a tantos hijos que no hemos tenido la oportunidad de disfrutaros lo suficiente (aunque nunca hubiese sido bastante). Pero sucede que te encuentro a cada instante porque, en esta casa que fue siempre un hogar con tu presencia, casi todos los recuerdos llevan bordado tu nombre. Ahora habito serenamente la nostalgia porque pienso que estás bien y no estás sola, que ya no hay dolor, que respiras hondo un aire limpio, y trato de que me baste. Te mando esta sonrisa frágil, mamá, mil besos por la brisa para repartir con tantas personas queridas y este amor inagotable de una hija que aún siente más tu muerte que su vida.

A %d blogueros les gusta esto: