«Teresa» por Alberto Granados
Hoy, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, traigo al blog el relato Teresa, que incluí en el libro colectivo Dolor tan fiero. Relatos para Teresa de Jesús. V Centenario (1515-2015), (Granada, Port Royal Ediciones, 2015). Con las estadísticas de conductas machistas y de asesinatos de mujeres, creo necesario incluir mi modesta aportación esta jornada de concienciación.
Mari Ángeles entra en el despacho y siente un peso opresivo en el estómago, algo que le aprieta la respiración y le enquista el ánimo. Han pasado ya cuatro días desde que enterraron a Teresa, la fundadora, la gran mujer que devolvió el sentido a su vida. Le corresponde sucederla, presidir la fundación, ocupar el vacío que su amiga ha dejado. Cuatro días de intervenciones ante los medios, de entrevistas televisadas o radiofónicas, de fotografías en la prensa, como hacía su predecesora aunque sin la soltura de ésta. Sólo cuatro días y todo es distinto e incierto. Ahora toca ocuparse de las cosas serias. Sabe que no puede venirse abajo como hace casi cuarenta años, cuando la conoció y empezó todo. Sus recuerdos, los buenos y los malos, la asaltan sin posibilidad de defensa.
Por decisión de Teresa le toca a ella seguir al pie del cañón, aunque no se ve especialmente llamada a tomar decisiones ni a dirigir una organización que ya ha fundado treinta y una casas de acogida para mujeres maltratadas. No cree servir para esa responsabilidad, pero tampoco está dispuesta a traicionar el deseo de su amiga. La hospitalización y la muerte le han llegado de una forma tan repentina que se siente culpable por no haber sabido interpretar en sus justos términos lo que le comentó la noche que llegó de Madrid:
—Ya no estoy para tanto trote. Los años me van pesando. Esta vez, el viaje me ha venido muy largo…, y eso que sólo han sido algo más de trescientos kilómetros en autobús.
Añadió que se veía agotada y juntas evocaron el largo camino recorrido: tantos años de atravesar un país lleno de despachos y burocracia, de jueces lentos e insensibles, de incomprensión y extrañeza. De machismo rampante propenso a burlarse de su idea, a ridiculizarla, a hacer chistes de brocha gorda…
—Entonces yo era joven, pero ahora… –le dijo sonriéndole.
—No puedes quejarte, Teresa. !Has hecho tanto…! Es normal que los años pesen. Ya vamos para los setenta… ¿que se puede esperar?
—Sí, pero este cansancio crónico…, los vómitos tan frecuentes… Y lo que más me preocupa: esos momentos en que me parece ver un halo trágico en alguna de las chicas, como la marca irreparable de la muerte… No sé si son alucinaciones o que he desplegado una sensibilidad especial, pero veo en algunas que van a morir, que sus parejas las van a engatusar con caricias, con palabras tan dulces como venenosas para después matarlas… Distingo el aura de fatalismo y siento mis limitaciones, mi impotencia. Tú me has visto algunas veces, cuando entro en esa especie de trance, de enajenación en que me lleno de una sudoración extraña y caigo en un llanto incontrolado… cuando vuelvo en mí parece que han pasado años…
Se lo oyó decir al salir de su dormitorio, de una modestia casi monacal, un momento antes de reunirse con las otras mujeres. Como siempre, la saludaron efusivamente. Cada vez que venía era un acontecimiento para ellas, siempre agradecidas a quien les tendía una mano solidaria. Los niños ya llevaban un rato duchados y acostados; las madres, tras la cena, se fueron a las habitaciones. Solo dos eran nuevas. Las observó con atención de entomólogo, con un analítico afán por evaluar sus posibilidades, su fortaleza. Teresa sabía que cada una de ellas llevaba en su alma una gigantesca dosis de fracaso, de dolor y, sobre todo, de perplejidad: les había destrozado la vida el hombre al que querían, al que se habían entregado, con el que habían hecho proyectos para siempre…
Esta casa albayzinera le gustaba mucho, tal vez porque fue de las primeras que fundó. La compro por muy poco dinero y colaboró con los albañiles para rehabilitarla. Desde el primer día ella estuvo allí, enfundada en un mono azul mahón, como si fuera un hombre más. Tuvo mil discusiones con aquellos chicos que se tomaban a la ligera su proyecto y hasta se permitían contar en voz alta chistes sobre mujeres maltratadas. Les paró los pies muchas veces, desautorizó al maestro de obras en cada ocasión en que algo no le gustaba, llamó al constructor para exponerle sus quejas y recibió más de una descalificación, pero al final la Casa de Acogida se convirtió en una realidad, la cuarta de sus criaturas, la que más satisfacciones le había proporcionado: asomarse a una ventana y ver enfrente, al otro lado del Darro, aquella majestuosa Alhambra iluminada… eso era tal vez una enorme compensación, pero en ningún caso era comparable con la gratitud de aquellas mujeres y sus hijos, que habían conseguido enmendar sus vidas. Eso sí que era verdaderamente un privilegio que muy pocas personas conocían. Las lágrimas asoman a los ojos de una indecisa Mari Ángeles, insegura, acobardada por la responsabilidad que acaba de sobrevenirle. Ante la mesa del despacho de Teresa, que ahora va a ser la suya, parece revivir la situación de una semana antes.
—¿Traes ropa para lavar, Teresa?
—Sí, pero ahora no tengo ganas de ocuparme de eso. Ya sabéis lo cansada que he llegado y que duermo cada vez peor. ¿Podríais dejar lo de la lavadora para mañana temprano? –Concha asintió–. Perfecto. Ahora contadme como va todo por aquí.
Y Teresa oyó un informe de Concha y de Mari Ángeles, que ya le sonaba a rutinario: las mujeres que habían entrado o salido en los últimos meses, los niños que aquel viejo caserón albergaba, los gastos, las donaciones recibidas, el control de la policía, las actuaciones de jueces y abogadas, los alejamientos de los maridos, el problema de las goteras de la parte de arriba… y, por encima de todo, la sensación de optimismo de algunas internas, fortalecidas ahora y capaces de afrontar sus problemas.
¿Cuántas veces habría oído ya esos pequeños detalles en cada una de las casas que había creado a lo largo y ancho del país para asistir a todas aquellas mujeres víctimas del maltrato? !Cuántas dudas y zozobras para echar a andar sus primeras fundaciones! !Cuántas gestiones administrativas y cuántas reuniones con los entonces nuevos partidos políticos! !Cuántas veces estuvo a punto de olvidarse de sus planteamientos, ante tantas trabas y tantas zancadillas! Pero ahí están las casas. Mari Ángeles ha sido testigo directo de todas las zozobras por las que pasó su mejor amiga cuyo portátil reposa en la mesa con todos los datos, toda la historia humana de las mujeres, las casas, los éxitos y fracasos, los nuevos proyectos, las apariciones en prensa… Teresa empezó a escribir todo eso en un grueso cuaderno que llamó, medio en broma, Libro de las fundaciones y que rápidamente llenó de notas. Después lo pasó todo a una carpeta de archivos informáticos de igual nombre.
Hace siete noches, recuerda Mari Ángeles, Teresa cenó con las mujeres de la casa. Esa comida compartida, ella lo sabía, estaba llena de gestos que controlaba con verdadero dominio de líder. Desde que se hizo popular había aprendido a la perfección que sus apariciones ante las internas o sus comparecencias públicas tenían algo de ritual. Sabía sacar partido de esas situaciones, que convertía en un acto litúrgico lleno de significado. Cada sonrisa, cada saludo, cada gesto o cada entrevista ante los medios eran algo mucho más profundo y producía inmediatos efectos que beneficiaban la causa de aquellas mujeres fracasadas.
—!Qué buena actriz hubiera sido si me hubiera dedicado al teatro… –le había dicho muchas veces.
Pero se dedicó a luchar contra algo tan aberrante como el pisotear la dignidad de una mujer. Lo vivió durante su niñez cuando el padre llegaba borracho y la emprendía a correazos con su madre y con cualquiera que se pusiera por delante. Aquel hombre que la había sentado tantas veces en sus rodillas para jugar era también un monstruo de ruindad, incomprensiblemente ajeno a la idea que se había forjado sobre él. Tenía solo diez anñs y su hermana Inés, a punto de cumplir los doce, se orinaba de miedo cada vez que empezaban los golpes, paralizada por el terror. Comprendió que le tocaba actuar a ella y subió a la vieja cámara para buscar una oxidada hoz del padre. No tardó mucho en usarla. Se la puso en el cuello tan pronto como empezaron de nuevo las bofetadas. Aquel hombre debió de ver tal resolución en su hija, tal grado de convencimiento y tanta energía que bajó el puño amenazante y se fue de la casa para siempre. La palabra papá carecía ya de significado para ella.
Durante toda su vida, estos hechos se agolparon cada noche de insomnio y convirtieron en tortura el imposible descanso. Se lo había confesado muchas veces, especialmente cuando le venían aquellas dudas:
—Mari Ángeles, tú lo sabes todo sobre mí, así que dime: ¿para quién llevo cuarenta años de lucha? He dudado muchas veces si estoy trabajando por todas vosotras y vuestros hijos o sólo estoy haciendo lo imposible por recomponer un ego que se me quedó destrozado a los diez años, cuando mi universo familiar se derrumbó con una amenazante hoz entre las frágiles manos de la niña que había dejado de ser. ¿La habría usado de verdad?
En otra ocasión le había comentado:
—Yo podría ser una abogada de cierto prestigio, pues inteligencia no me falta, pero aquella lejana carrera de Derecho no me ha servido para casi nada. Tal vez para comprender que las leyes nunca son justas y su aplicación, sesgada por los jueces varones, mucho menos… Podría haberme casado con alguno de los compañeros de estudios, que no faltaron ocasiones para aprovechar los impulsos que aquellos chicos despertaban en mí, pero sentía un pánico cerval a la idea de entregarme a un hombre, a un hombre que, además de la carga de ternura y deseo, llevaba tal vez la de la bestialidad y la violencia. Me he preguntado mil veces si todo mi afán será solo miedo al matrimonio…
Las lágrimas humedecen las mejillas de Mari Ángeles. Echa de menos a la amiga, la confidente, el hierro al que se aferró, a la madre cuya penosa herencia acaba de recibir. El recuerdo, dolorosamente tenaz, asoma sin remedio y las viejas palabras de Teresa resuenan en su memoria:
—Soy consciente de lo que me he perdido: la pasión, el deseo, el placer, los hijos, la compañía de un amante marido…, pero a cambio de todo eso he ganado una vida dedicada a fundar estas casas, he logrado un reconocimiento mediático y una importante red de contactos entre personas de una enorme frivolidad… Me he preguntado tantas veces qué hacía yo con tanto político, tanto famoso, con los aristócratas y pijos que me han acompañado durante años… !¡Son tan distintos a mí! Pero sentían la necesidad de tenerme a su lado y salir conmigo en las fotos de la prensa mas frívola. Gracias a esa fama, he recogido varios premios que me han permitido sacar adelante este costoso mundo solidario… Pero cuesta trabajo asumir semejante contradicción: odiarlos y al mismo tiempo agradecerles las puertas que se me abrían, cheque a cheque, de otra forma cerradas para mi proyecto…
Mari Ángeles encuentra viejas fotos en el portátil. Teresa era muy metódica y todo está perfectamente clasificado en el ordenador. En una carpeta fechada en 1977 aparecen las imágenes de la Teresa más entusiasta, más vital, más enamorada de Juan de la Cruz. Su amiga le había confesado sus sentimientos de esa época más de una vez:
—!Cuántas veces me he sentido dolorosamente sola! Siempre he sido consciente de que todos mis éxitos y todo el reconocimiento no llenan la profunda frustración que me ha proporcionado mi errante soledad. He echado de menos lo que muchas mujeres habéis tenido: una casa propia, un marido, unos hijos y nietos a los que aferrarme cuando la decrepitud sea un hecho y la muerte una inmediata intuición. Casi lo consigo cuando Juan de la Cruz, pero… –los ojos de Teresa brillaban.
Había sido su compañero de lucha, un abogado que se presentaba con la mayor virulencia ante cualquier juez que intentara soslayar la gravedad de las palizas. Ella aún era joven cuando lo conoció. Había dejado varias notas en las casas de acogida para que contactaran con él, pues quería dedicarse a defender a las mujeres. Tras varias llamadas telefónicas, se vieron finalmente en Madrid y vio en él el entusiasmo que necesitaba para sentir que sus sueños no eran una vaga quimera. Él añadió a su fundación varias ideas: la existencia de trabajadores sociales y psicólogos, la presencia persuasiva en los medios apara concienciar a la sociedad de que ante el maltrato no cabía ni un chiste de taberna, la acusación permanente de dejación del sistema judicial que cerraba los ojos ante las tragedias de aquellas mujeres humilladas… Juan de la Cruz reinventó su obra, le dio una dimensión social y mediática que no sólo amplificó la popularidad de aquellas pobres casas sino que despertó poderosas corrientes de apoyo.
La visión del proyecto que tenían Teresa y él eran como el haz y el envés de la misma hoja. Ellos mismos eran almas gemelas en sus iniciativas y sueños… y por primera vez sintió algo muy intimo, muy agradable y esperanzador que casi tuerce el rumbo de su vida… pero la realidad se impuso con su tozuda crueldad.
Ocasionalmente se producía el reencuentro de parejas rotas por el maltrato. Eran familias que se recomponían, éxitos de su común lucha. Entre Teresa y su compañero cundían las sonrisas, la sensación de triunfo, el acercamiento, un estado de ánimo de euforia permanente, una felicidad nueva. Todo estaba saliendo a pedir de boca y en el corazón de ambos latía un impulso que podría llevarlos a… Pero una de aquellas mujeres reconciliadas con su esposo se suicidó después de unas cuantas palizas ocultadas celosamente para no dar la imagen de un nuevo fracaso. Mientras ambos jugaban a enamorarse como dos adolescentes, la realidad había pasado por encima de esas sonrisas arrobadas que les habían impedido ver la gravedad de aquel imprevisto, que tendría que haber sido lo más previsible.
Teresa se distanció de su amigo y compañero. Sufrió mucho y unos meses después, el chico le escribió desde Bolivia. Allí había conseguido fundar una casa para mujeres maltratadas y esperaba conseguir más éxitos. Decidió no responderle: no habría sabido si felicitarlo o reclamarle su regreso y, ante la duda, optó por el silencio aunque esa renuncia le supuso un desgarro doloroso.
La nueva directora de la organización, perdida en sus evocaciones, ha eludido hasta ahora lo que más le reconcome: ver su propio expediente, el primero de todos.
Los últimos años están en formularios perfectamente estructurados, pero los primeros eran un amasijo de notas manuscritas con la letra pequeña y metódica de Teresa. Busca en el año 1977. Allí aparece escaneado su expediente, el primero de todos. Una foto de colores desvaídos la hace reencontrarse con su propio pasado, con la época en que aguantaba sumisa las descalificaciones, insultos y palizas de Paco, su marido. Hay también una foto de sus dos hijos, por entonces unos niños muy pequeños, tal vez demasiado pequeños para presenciar las agresiones y desprecios de cada noche. Esta tarde ha hablado por teléfono con ambos y con las nueras. Los nietos también han enviado cariñosos correos. Le han deseado mucho acierto. Le ha parecido que son dos parejas felices y los ha envidiado… En cambio ella, hace cuarenta años era una mujer rota por el desengaño, la decepción… y por las bofetadas y puñetazos de su marido. Conoció a Teresa mientras lloraba desconsoladamente en el banco más apartado de un parque, sin quitarles la vista a sus dos hijos, para los que intentaba recomponer una normalidad imposible y encontrar una sonrisa de cuando en cuando.
Teresa no dudó un segundo en acercársele y ofrecerle su ayuda. Esa noche, ella y los niños durmieron en la casa de aquella generosa desconocida. A la mañana siguiente la joven abogada presentó una querella contra el agresor y convocó su primera rueda de prensa. Fue algo decisivo en la vida de Mari Ángeles pero lo fue más en la de Teresa, ahora convertida en un mito, en un ejemplo de lucha por la dignidad de la mujer, en una figura pública muchas veces galardonada con premios destinados a poner de relieve la solidaridad y la generosidad.
Oye en el corredor un ruido de conversaciones y pasos. Comprende que se le ha hecho tarde, que el tiempo se le ha pasado en un vuelo, sumida en sus recuerdos, abstraída en su nuevo despacho. Es la hora de la cena y las mujeres se dirigen al comedor. Con alivio, cierra el ordenador y siente la liberación de no seguir hurgando en su propio pasado. Apaga también la luz del despacho y sale a un mundo donde hay mucho que hacer para devolverles la dignidad a muchas mujeres como ella, como siempre quiso Teresa. Por el pasillo se seca las lágrimas.