23 noviembre 2024

Que lo del Ayuntamiento de Granada es una película ya lo sabemos todos; ahora lo que falta es ponerle el género: si es una película cómica, bélica, de ciencia-ficción, de suspense o una suma de todos los géneros, porque los granadinos no tenemos ningún complejo con las mezclas.

Evidentemente todo es posible en nuestra ciudad, hasta lo más increíble que se nos pueda pasar por la cabeza. Lo que está claro, a estas alturas, son dos cosas: que no estamos ante un romance precisamente y que, el actor principal, Luis Salvador, sigue teniendo demasiado diálogo en cada escena (a Huertas siempre lo veo de espaldas, como un interlocutor silente) frente a los otros veinticinco personajes.

Comprendo bien que el todavía alcalde quiera asemejarse al rey espartano Leónidas en versión granadí, situado en el momento culminante, al lado del desfiladero, pero tengo la impresión de que, con el talante de la tierra, eso de meternos en la batalla de las Termópilas con 34 grados a la sombra, estando ya abierta la heladería de ‘Los Italianos’ y sabiendo de antemano el final, es algo que no motiva nada al personal. Por eso me parece que se ha equivocado de largometraje.

Lo que sucede en la Plaza del Carmen a mí se me asemeja más a una obra maestra de Amenábar que vi hace años, ambientada en los tiempos de la Guerra Mundial que es, poco más o menos, la situación política que padecemos desde hace quince días. Una suerte de todos contra todos que todavía beneficia el actual líder de Ciudadanos, porque mientras discuten se mantiene aún el precario equilibrio de una ciudad de 240.000 habitantes gobernada únicamente por dos personas. Dos hombres y un destino (aunque ni Luis ni Huertas sean Butch Cassidy ni Sundance Kid) que se alarga agónicamente por las ambiciones cortesanas de muchos, dinamitando de camino el prestigio y la seriedad que debiera regir una casa consistorial. Pero la película, ya digo, me parece que es otra más demorada, con menos acción y menos tiros, pero igual de interesante; el argumento se centra en una mujer, Grace, y sus dos hijos, niño y niña (tan guapitos ellos, y tan frágiles) que viven aislados porque los chiquillos padecen un grave problema de fotofobia (evidentemente, para protagonizarla, tal inconveniente no lo tiene Salvador).

En ese contexto bélico, la madre, ora sobreprotectora, ora despótica, contrata a algunos criados para hacer las faenas domésticas del caserón que habitan, conminándoles a mantener una penumbra absoluta en todos los espacios y a la perpetua obligación de, antes de abrir una puerta, cerrar otra. Nadie diga que no es una doble metáfora que retrata con precisión la realidad consistorial. Pero hete aquí que la cosa se va complicando y empiezan a suceder cosas raras, ruidos injustificados (vale también que se te vayan marchando todos los concejales de un Equipo de Gobierno dejando vacíos los despachos) que rompen el teórico ambiente de calma, ese silencio lorquianamente ondulado. Y ahí es donde comienza la acción, el miedo trepidante de los últimos minutos que lleva a una resolución dramática inesperada. Por si sirviera de recomendación, porque la baraka acaba por terminarse y nadie merece sin aviso un destino al abismo, a estas alturas ya podemos hacerle espóiler de ‘Los otros’. Es que estaban muertos, Luis. Lo que pasa es que no lo sabían.