Antonio Muñoz Molina: «Si Elvira Lindo no le da el visto bueno a lo que escribo, no lo publico»
El académico y escritor publica ‘Volver a dónde’, retazos de vida, remembranzas y un excepcional diario de confinamiento: «la vejez es una retirada lenta, un irse distraídamente de lugares a los que no se va a volver», afirma en esta entrevista, realizada en una biblioteca pública de la que es usuario
Desde su balcón vergel, copa de vino en mano y mirada atenta al quietismo de Madrid, el escritor Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) pasó las horas de encierro urgente y obligatorio. Fue entre el observar y apuntar, cuando (re)visitó sus raíces y recuerdos; parentela y tierra, abuelos y nietos, olivar y huerta. Volver a dónde (Seix Barral, 2021) es un dietario de la clausura, que a la vez, respira aire fresco de tiempos pasados. Es como un jardín botánico de escenas de una vida, como una avalancha de pensares políticos, y a pesar de los pesares, de confianza en lo común, y en defensa de lo público.
Estamos en la Biblioteca Eugenio Trías, ubicada dentro del Parque de El Retiro, en Madrid, ¿es esta su biblioteca de cabecera?
¿Por qué ha querido escribir sobre su familia, sobre sus raíces y los campos de Úbeda? ¿Tiene que ver la reclusión?
Como el presente se quedó vacío, me asaltaron los recuerdos. También lo acentúa tener nietos o ver cómo las personas queridas se hacen mayores y de pronto, por el confinamiento, el pasar mucho tiempo sin verlos. Así que los recuerdos tuvieron una fuerza especial durante aquellos días.
Leemos en su libro: «Tengo recuerdos que parecen más antiguos que mi propia vida: las cuadrillas de hombres segando o cavando desde el amanecer o el silbido de las hoces cortado el aire». ¿Cómo le ha marcado venir de una familia de trabajadores del campo?
Nacer en una familia de clase trabajadora ha determinado totalmente mi manera de estar en el mundo. Yo fui un adolescente concienciado políticamente, con una inquietud antifranquista muy fuerte. El mundo que yo conocí de niño era tan atrasado que parece que los recuerdos son de siglos anteriores a mi propia vida. Me crie en una época donde no había maquinaria agrícola y la gente trabajadora no tenía ni derechos ni comodidades. En mi memoria personal está la llegada de agua corriente a casa. Cuando empecé a estudiar e ir a la universidad tenía la sensación de ser un intruso, porque se suponía que las personas como yo y mi familia no podían estar ahí. Muchas veces no sé a qué mundo pertenezco.
Como el presente se quedó vacío, me asaltaron los recuerdos
Su madre le contaba que vivía en el cortijo en el que sus padres servían y cuando un pollo tenía mala cara, su abuela se lo decía a la señora, y la señora: «pues nada, se lo comen ustedes y así no se desperdicia».
Todos esos relatos hacen que tenga una conciencia de clase muy poderosa.
Es posible que, como su familia viene de los duros trabajos del campo, ponga usted el foco en el libro sobre casos como el de Eleazar Blandón, que a los 42 años murió trabajando en las huertas de Murcia por un golpe de calor. Ocurrió el 4 de agosto del 2020, no hace 60 años…
Tengo un fuerte sentimiento de justicia. Parece que hablo de la dureza del trabajo en el campo en el pasado, y de pronto, leo esa noticia en el periódico y me conmueve, como un aldabonazo. Puede parecer que la explotación de los trabajadores y de la gente más débil, así como el trabajo inhumano son cosas del ayer… y de repente abres el periódico y siguen marcando el presente.
Sus padres aprendieron a leer tarde, en los años 80.
Yo ya tenía más de 30 años y lo viví con mucho orgullo.
Su padre le regaló por su santo, a los 15 años, una máquina de escribir.
Él creía que la mecanografía era una ventaja muy grande respecto al campo. Además, quería recompensarme porque ese verano iba a pasármelo entero trabajando en la huerta. Yo entonces ya leía y escribía muchísimo.
Las mañanas de mucho calor cuando los higos maduraban, su padre le dejaba al mando con un cencerro y la misión de salir de vez en cuando agitándolo y gritando para espantar a los pájaros.
(Se ríe). Sí, ahí era muy pequeño. He trabajado mucho en la tierra; desde vareando olivos, recogiendo aceitunas y hasta cavando. Cuando éramos niños hacíamos de granilleros: íbamos de rodillas recogiendo las aceitunas que se habían caído fuera de los mantos. Esto no se olvida, de hecho, escribí El viento de la luna, que tiene mucho que ver con lo que le cuento, en Nueva York. La lejanía me acentuaba los recuerdos, y, le pasa a muchos emigrantes, cuando están rodeados de un mundo ajeno se le despierta la memoria de lo suyo.
Mis padres aprendieron a leer tarde, en los 80, yo ya tenía más de 30 y lo viví con mucho orgullo
¿España es un país de ignorantes?
No, los índices de lectura no son muy inferiores al del resto de países. Lo que sí tenemos son grandes deficiencias y desigualdades en el sistema educativo. A mí me interesa el sistema público, que es del que depende la salud del sistema democrático. La escuela pública está muy falta de medios y con ratios demasiado altas. Pero también digo que en este país hay gente muy lectora, y lo que he observado durante años es que la media de los lectores es más perspicaz que la media de los grupos supuestamente cultivados. Hay muchas personas de clase trabajadora aficionadas a la lectura muy capacitadas para juzgar los libros.
¿Cree usted en el ascensor social?
La idea del ascensor social no me gusta, dado que parece que unos suben y otros se quedan abajo. Tendríamos que crear un mundo, independientemente del origen y del sexo de las personas, en el que cualquiera pudiera desarrollar al máximo sus capacidades. Esto se consigue con buenos servicios públicos, justicia social y acceso digno a la vivienda.
Una escena preciosa y dolorosa es cuando su madre ya mayor no puede subir a las plantas de arriba de la casa, y su hermana graba las habitaciones de arriba para que su madre pueda verlas.
Como escribo: la vejez es una retirada lenta, un irse distraídamente de lugares a los que no se va a volver. La vida son retiradas graduales, de pronto el piso de arriba de tu casa es un país desconocido e inaccesible. Lo que podemos pedir es que nuestros mayores estén asistidos y tengan quién los acompañen. Pero así es la vida, un continuo de cosas que son la última vez que vamos a hacer.
En su diario del confinamiento dice: «14 de marzo. Ahora nos damos cuenta de todas las cosas que parecían necesarias y urgentes y de pronto carecen de importancia; y nos damos cuenta al mismo tiempo de cuáles son las que importan de verdad. Como la sanidad pública». ¿Se nos ha olvidado?
Eso tenemos que recordarlo y hacer lo posible para que no se olvide. Las fantasías neoliberales de las privatizaciones de la sanidad, que había calado mucho por la cantidad de intereses, se han demostrado que son mentira y no funcionan. Para hacer frente a todo esto, hemos necesitado de un sistema público con personal muy cualificado y con un trasfondo científico e industrial. Y de pronto descubrimos que no fabricamos ni mascarillas ni jeringuillas… Un sistema democrático justo necesita un buen sistema sanitario público. Y para eso un sistema fiscal justo: sin fraude y los que más tienen más paguen.
Así es la vida: un continuo de cosas que son la última vez que vamos a hacer
Una imagen que trae es la del ejército entrando en las residencias y encontrando cadáveres de ancianos que llevaban muertos varios días en las camas. Algunos en la misma habitación que ocupaban pacientes vivos.
Madre mía. Hay que exigir comisiones de investigación para saber exactamente qué pasó.
Le dedica el libro a Elvira Lindo, su mujer desde hace 30 años. ¿Tiene mucho de ella lo que usted crea? ¿Muñoz Molina escribiría y pensaría de otra manera sin ella?
Cuando uno termina un libro es solo el comienzo de algo porque se inicia un proceso de corrección. Ella es la primera persona que me lee. Si Elvira no le da el visto bueno a lo que escribo, yo no lo publico. Ella me ha enseñado mucho, me ha hecho consciente de detalles y privilegios que como hombre no me había percatado. Cuando empezamos a estar juntos yo era un escritor conocido y ella tenía una carrera sólida en televisión. Yo veía cómo personas supuestamente cultas la ignoraban y la trataban con condescendencia. Cuando empezó a publicar Manolito Gafotas había intelectuales que la minusvaloraban. He sido testigo de los esfuerzos que Elvira ha tenido que hacer por el hecho de ser mujer para demostrar que es igual que un hombre, y para sobreponerse a los estereotipos. A mi ella me ha educado en igualdad.
Vivió confinado en la lectura del primer tomo de la biografía de Hitler, escrita por Volker Ullrich.
Cómo alguien tan mediocre puede alimentar tanta rabia y conquistar un país entero. Me llama la atención el personaje visto por sus contemporáneos. Cito de Klaus Mann que lo vio un día en una pastelería en Múnich y estaba el tío hartándose a pasteles. Además, Hitler tenía mucha halitosis y según pasaba el tiempo era cada vez peor. O el detalle de que llevaba siempre cacahuetes y se los daba a las ardillas. Tengo interés por esta clase de minucias porque ayudan a comprender la hondura de los seres humanos.