Las palabras, esa herencia de monedillas de oro que hemos recibido en usufructo y que nos permite nombrar las cosas, expresar emociones, decir verdades que duelen y cantar todo lo que se pierde en el camino, a veces toman forma de escopeta o de pistola de dos cañones y acaba por cargarlas el diablo, que siempre anda tratando de hacer de las suyas.

Vienen muchas veces las palabras traspasadas de la ideología de cada época porque los señores que mandan en cada periodo se las apropian y entonces hay que hacer un largo ejercicio de paciencia para exorcizarlas, lo mismo que hacían antes algunos curas para sacar el demonio del cuerpo de las gentes. Lo que pasa es que las palabras no forman parte del cuerpo, son alma, modo de ser y de entender la vida, refugio de tristezas, calor de infancia, alegría de vivir, un bastón de rayos de sol que enciende los anhelos, mano tendida al futuro que viene a enlazarse con el pasado.

Pero sucede que, cada vez se va complicando más la cuestión y vamos a acabar por no dar abasto con esta polarización del discurso y la manipulación semántica; últimamente hay palabras como España o patria que, por lo visto, son de ultraderecha, como si sólo los señores con un kilo de gomina o las señoras de teja y mantilla tuvieran derecho a mentarlas, sin recordar aquello que explicaba Machado de que los señoritos únicamente nombran la patria para venderla y que es el pueblo quien finalmente siempre la salva; luego hay otras con sesgo de ultraizquierda, como casta, clase o derechos, que parece que se inventó un señor que ya no existe (Iglesias ya no es quien fue, sobre todo desde que se ha cortado la coleta y se ha hecho defensor de los radicalismos abertzale o catalán); como si quien no comparta el puño alzado o tomar los cielos por asalto no tenga derecho más que al silencio y no le preocupe esas élites que explotan al obrero. Luego, claro, están vocablos como libertad o democracia, que quieren robárnoslas personajes como Puigdemont y adláteres sin acordarse de que quien se batió el cobre para que hoy sean patrimonio de todos, unos y otros, fueron quienes hicieron la transición y se jugaron la vida corriendo delante de los grises en los tiempos de la dictadura con las palabras por bandera. Y ellos ni estaban ni se les esperaba en este juego de confrontación peripatética. Pero de fondo están siempre ellas, las palabras, vestidas de limpio, como quien está preparado siempre para abrazar a un amigo. Será por eso que ahora se resisten a bailar al son que les tocan y debemos ser nosotros, las personas normales que vivimos, sentimos, soñamos y padecemos, las que las protejamos de los giros de ranciedumbre y posmodernidad que buscan darles algunos. Tanto da quién sea, porque el problema es el mismo: que quieran adueñarse de un territorio que es común y que debemos dejar impoluto para que los niños y niñas, que ya decía Umbral que son los pastores del abecedario, las acaricien pronunciándolas, jueguen con ellas al escondite y construyan universos donde la luz traspasada de la tarde sea protagonista de sueños y esperanzas en libertad, de paz y sosiego, de necesaria concordia en este tiempo de agresividad, confrontación y desamparo.

 

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