23 noviembre 2024

En estos días de melancólica penumbra, recobramos por un instante “aquel tiempo feliz que fue la infancia”.

Las calles se han llenado de un frío rebelde que paraliza hasta el temblor levísimo de las últimas hojas que albergaban los árboles desnudos. Casi todas conforman ya una alfombra de amarillos que transforma las aceras en un espacio mágico de losetas doradas, caminos por donde transita el tiempo y te lleva a la infancia. Porque la niñez es una época bulliciosa donde todo es posible: canciones y juegos hasta la atardecida, un sueño tranquilo tras un cuento por las noches y la esperanza eterna de un mañana que siempre empieza al alba. Es el instante preciso para descubrir el mundo de lo diminuto, observar con inocencia plena cómo cae la lluvia y da esplendor a las rosas níveas, el matiz exacto del color del viento en las tardes incendiadas de poniente o, en ocasiones, el movimiento perezoso de las nubes que van cambiando sus formas, curiosa geometría de blanco contra azul, y pasan ante sus ojos de candor y asombro convertidas en elefantes y tortugas, aviones o, incluso, palacios con sus almenas y un capitán de barco (pirata, claro) que te saluda con la mano. Y todo esto, que es verdad y nadie tuvo que contármelo, es la canción que abarca los perfiles de ingenuidad de nuestros niños y niñas todavía hoy; más incluso en navidad, cuando se colocan belenes en las casas, un arbolito pequeño, trocitos de turrón en la bandeja y toda la ambición se sustenta en el ahora, momentánea inmortalidad del instante donde la madre mira con infinita ternura mientras compone, cuidadosa, el pelo alborotado, esos rizos indomeñables.

Por eso estos días provocan una infinita nostalgia en muchos adultos y sólo regresar a los niños, reconocerse en sus voces y risas compartidas nos devuelve, acaso, por un momento esa etapa vital que continúa siendo una patria, un puerto seguro donde recobrar fuerzas cuando oscurece y afuera graniza con esquirlas de plata. Así sucedió poco antes de Nochebuena con los chiquillos del ‘Ave María de la Quinta’ y los muchachos y muchachas del instituto ‘Los Neveros’, que acudieron a la Biblioteca Provincial para regalarnos, con sus manos limpias y su complicidad fraterna, la magia de la poesía de Mariluz Escribano, la música del verso asociado al piano, al violín o al oboe; me gustan mucho estos chavales que comprenden la trascendencia de caminar por la vida apoyándose en sus referentes, que ya tienen la certeza de que la identidad se forja mirándose en los espejos de agua que son nuestros poetas. Y me entusiasma ver la fortuna que tienen con sus maestros, excelentes profesionales que encienden sus miradas (porque los niños no son cántaros que se llenan, sino luces que se encienden) y les abren senderillos de misterio, les regalan las monedillas de oro que son las palabras y ejercen de guías de sus pasos con pertinacia firme y dulce. En cualquier etapa el magisterio supone un sacerdocio laico, un modo comprometido y feraz de estar en el mundo, que se ejemplifica con el modo de proceder de los (y las) docentes de ambos centros, en ese entusiasmo por ofrecerles oportunidades, creatividad y sorpresa. Evidentemente lo perciben los quinterillos avemarianos (así los llamaba Mariluz) y también los alegres adolescentes hueteños. Son afortunados. Y también nosotros que, en estos días de melancólica penumbra, recobramos por un instante “aquel tiempo feliz que fue la infancia”.