Hubo un tiempo en que Izquierda Unida era un partido serio. No tendría posibilidades para gobernar, pero poseía una dignidad moral que le venía del prestigio y la seriedad de Julio Anguita, califa de Córdoba y voz rotunda que llamaba al pan, pan y a los políticos profesionales, cantamañanas.

Luego lo largaron (la excusa fue su enfermedad) y en el periodo Frutos-Llamazares se fueron desinflando las ilusiones de una militancia que, en esta sociedad capitalista, andaban entre perdidos y frustrados sin un liderazgo claro y con una sangría de votos que se acentuaba elecciones tras elecciones. Más tarde llegó Cayo Lara que trató de frenar la caída en picado tratando de contentar a todas las corrientes pero la cosa tampoco salió bien, porque en Izquierda Unida hay tantas corrientes como militantes. O casi. Y en estas llegó un chaval de Málaga, un tal Alberto Garzón, que, subido al carro del 15-M quiso hacerle sombra a Pablo Iglesias/Podemos (que hasta su mutis por el foro eran lo mismo) y ha acabado fagocitado por ellos, con Izquierda Unida de plato principal de los morados.

Aunque no se percataran, eso que ahora se llama Unidas Podemos nunca ha ayudado a IU, salvo a su actual coordinador federal, el Sr. Garzón. Don Alberto, tras las elecciones que obligaron a pactar al PSOE con Podemos, fue nombrado Ministro de Consumo, que es como nombrar al alguien Secretario de Estado del Atardecer, que diría el maestro Umbral, o Presidente de la Comisión de los valles floridos de Tudanca, tanto da. Un ministerio de la nada, con mínimas competencias y poco lucimiento, tampoco debería haber sido un problema. Pero ahí fue donde chocamos con Garzón que ha decidido ejercer de activista y pisar cada charco que exista en esta España plural y cabreada, le pille o no en su camino. Es decir, que no se ha enterado aún de que un ministro es un representante institucional, que tiene un rango que le obliga a legislar (dentro de lo que pueda), a hacer propuestas aplicables dentro del Consejo de Ministros, no a escribir cartas a los Reyes Magos en forma de declaraciones públicas. Máxime si, como Garzón, es uno republicano.

Lo cual que, aquello que dijo Pedro Sánchez de que no podría dormir tranquilo con Pablo Iglesias en su gobierno ahora es aplicable a Garzón. Por eso, tras sus últimas declaraciones a ‘The Guardian’ ha tenido que salir medio Consejo de Ministros a desmentirlo en plan “a mí este señor, al que no conozco de nada, no me representa”. El problema ya no es que tenga razón o no: es que no es su papel ejercer de gobierno/crítico del gobierno en esta esquizofrenia que se trae con el azúcar (su lema ‘El azúcar mata’ casi le provoca una lipotimia al ministro de ramo), el turismo de bajo nivel (“precario, estacional y con bajo valor añadido” en su opinión), luego la carne (aquí la campaña/escándalo se basó en ‘Menos carne más vida’) y ahora la ganadería intensiva, esas macro-granjas que con tanto ahínco y como corresponde defiende el PP desde su papel de oposición. Mientras, Pedro Sánchez no puede hacer otra cosa que resistir los embates, atrapado como está por un acuerdo firmado que le impide cesarlo, mientras evita que tantos charcos se conviertan en un océano y le toque practicar submarinismo.

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