Vivimos un tiempo extraño donde la ciudadanía, hastiada de tanta falta de responsabilidad, se está distanciando cada vez más de la política para centrarse en su individualidad y esta dejación de funciones, esta apatía preocupante, provoca que la mediocridad campe por nuestros respetos.

Una legión de mandamases, asesores y allegados de la España municipal desembarcando en FITUR para hacerse la foto y subirla a sus redes sociales sin proponer nada útil para el sector que más está sufriendo la situación económica postpandemia; el Gobierno, entre la espada/Podemos y la pared (léase oposición), sin encontrar el camino para aprobar su reforma laboral, esa que nos vendieron como un pacto de consenso entre todos los implicados. Y, por si fuera poco, los líderes de los diferentes partidos nacionales, ejerciendo de estadistas y empezando una nueva gresca a cuenta de si se deben enviar tropas a Ucrania bajo el paraguas de la OTAN cuando la política internacional de bloques se despereza con el deshielo de la chulería rusa. Y, de fondo, esas fotos de Urdangarín -nadie olvide que, con él y el caso Nóos, llegó la vergüenza a Zarzuela- o las amistades peligrosas del rey emérito, mientras disfruta de un autoexilio de lujo allá en Abu Dabi. 

Poco dura la alegría en la casa del pobre y Pedro Sánchez, el hombre con mejor estrella de la península ibérica, está ahora en una racha en la que la suerte lo esquiva desdiciendo a Virgilio  en su afirmación de que  “audentes fortuna iuvat”. La fortuna tal vez ayudará a los audaces, pero al Presidente del Gobierno, que lo mismo que Eneas tiene que forjarse su propia epopeya si, como ambiciona, quiere ser recordado en el futuro, se le está complicando por momentos. Esto sucede cuando uno se asocia a personajes como Irene Montero o Ione Belarra, que son la más acabada definición de la incapacidad gestora, de cómo hay que ejercer para lograr que no la tomen a una en serio.

Evidentemente, sentarse en la misma mesa que Margarita Robles, Nadia Calviño o la propia Yolanda Díaz obliga a cierto carisma y alguna destreza para no pisar cada charco que se presente en el camino. Pero es que hay gente a la que le quedan grandes las responsabilidades que ha asumido alegremente, sin percatarse de que detrás de cada declaración o cada firma en un documento está el nombre y el prestigio interno y externo de todo un país. Que una cosa es ser activista y, otra, ejercer un cargo público con obligaciones no siempre gratas.

Hasta ahora, Pedro se había venido salvando por la incomparecencia del contrario, por las guerras internas de la oposición o por el radicalismo de la extrema derecha, convertida cada vez más en su propia caricatura. Pero con las elecciones castellanoleonesas y andaluzas a tiro de piedra, Pablo Casado va modulando su discurso, intentando darle coherencia ideológica,  siquiera por aquello de no estorbar a los candidatos, con muchas más simpatías entre los posibles votantes que él mismo.  Porque para avanzar hacia eso que se llama destino común, bastaría con que algunos y algunas no hicieran el ridículo dando titulares a medio camino entre lo vergonzoso y lo ingenuo.

Vivimos un tiempo extraño donde la ciudadanía, hastiada de tanta falta de responsabilidad, se está distanciando cada vez más de la política para centrarse en su individualidad y esta dejación de funciones, esta apatía preocupante, provoca que la mediocridad campe por nuestros respetos. Seguramente son cosas que pasan, un fracaso colectivo que se repite siguiendo un patrón histórico cíclico. Pero que, cada vez que se produce, acaba teniendo consecuencias muy graves.

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