José Miguel Castillo Higueras era el último de una generación irrepetible, integrada por quienes se inventaron una cultura iconoclasta (Juan de Loxa, Emilio de Santiago, Julio Juste…) en una ciudad enterrada en alcanfor, desesperanzada, sin brújula.

Escribo mientras la ciudad duerme y las calles son escarcha, soledad desnuda de silencio, tristeza agazapada en cada esquina. Esta madrugada no llueve, pero debiera. Se nota el frío en las amplias cristaleras y una luz amarillenta ejerce de vigía del amanecer que se acerca despacioso. Y es ahora cuando me doy cuenta de que cada vez nos falta más gente, personas imprescindibles que supieron sumar a Granada su idiosincrasia, su heterodoxia y su carisma. Una de esas personas ha sido José Miguel Castillo Higueras, al que asesinaron hace una semana. Un robo, un puñetazo, un golpe brutal en la cabeza y todo fue noche para uno de los humanistas que más ha amado esta tierra desde la pasión que da el conocimiento, parafraseando a Gil de Biedma. Nunca le pregunté a Castillo Higueras si le interesaba la poesía de la Generación del 50. Confieso con pesadumbre que lo he conocido tarde y que, en las cuatro conversaciones que hemos tenido (siempre en ‘Casa Ysla’ del Pasaje de Recogidas, antes de que la pandemia nos apagara la ilusión), me interesaba más escuchar. Sólo escuchar sin interrumpir para tratar de entender cómo alguien había logrado el milagro de ejercer de guardián del granadinismo verdadero sin que le cortaran las alas. Porque Castillo Higueras se inventó la estructura de la mitad de los festejos que algunos dábamos como heredados de la tradición; y lo contaba como si hubiera sido lo natural, con la risa embargándole los ojos y con unos destellos que evidenciaban lo mucho que le había divertido dejar a propios y ajenos ideológicos con la boca abierta, papando moscas. La Tarasca, las celebraciones de San Cecilio, el Día de la Toma o tremolar el pendón de Castilla habían salido de la cabeza prodigiosa del que fuera militante del PCE y luego del PSOE.

La anécdota del día en que Santiago Carrillo llamó a su casa y una asistenta le informó de que “el señorito camarada no podía ponerse” era verdad. En aquel momento el prócer comunista debió entender la dimensión múltiple del personaje. También era exacta la historia de que compró la ropa interior de la Tarasca en un sex-shop media hora antes de que saliera la primera procesión institucional. Y tenía cientos de lances similares: hacer el protocolo de Honores y Distinciones, salvar el Palacio de los Córdova, intervenir en la restauración del Carmen de los Mártires o reestructurar el PGOU en 1985. Daba lo mismo porque lo suyo era imaginar un futuro de esplendor con el pasado por bandera. Tres legislaturas aguantó en la Plaza del Carmen. Luego regresó a sus clases en la Escuela de Artes y Oficios y siguió viajando por medio mundo: a Nueva York, aunque ya no estuvieran ni ‘Studio 54’ ni Warhol; a Florencia, anclada en el tiempo de la exquisitez del arte de los Uficci; al París sin Manuel Ángeles Ortiz o Picasso.

José Miguel Castillo Higueras era el último de una generación irrepetible, integrada por quienes se inventaron una cultura iconoclasta (Juan de Loxa, Emilio de Santiago, Julio Juste…) en una ciudad enterrada en alcanfor, desesperanzada, sin brújula. Y, en este enero que se desvanece con grisura apresurada, nos lo han robado vilmente a Granada entera, cuando tanta falta nos hacen versos sueltos como él, intelectuales comprometidos que pongan en alboroto la vida ciudadana desde su libertad insobornable.

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