22 noviembre 2024

Igual que Nerón prendió fuego a Roma. De la misma manera que Napoleón quiso adueñarse de Europa, que Hitler asesinó a millones de personas por puro sadismo o el belga Leopoldo II exterminó a los congoleños, Putin ha decretado que Ucrania tiene que volver a ser territorio ruso.

Para que occidente se enterara de que es un autócrata no bastaron, por lo visto, sus actuaciones en Georgia, en Chechenia o en Crimea; ni que la televisión mostrara la miseria a la que tiene sometidos a los rusos o los frecuentes crímenes de opositores o periodistas, ya fuera con cuatro tiros en la calle o envenenándolos con polonio enriquecido, para que el sufrimiento fuese más brutal. Esto resultó evidente cuando no se exigió investigar el crimen de la periodista Anna Politkovskaya (tengo delante el artículo que escribí en octubre de 2006) o de tantos otros.

Esta Europa tan civilizada nuestra le ha dejado hacer durante veinte años pensando que era un mal endémico, un problema exclusivo de la sociedad rusa, como antes lo fueron Lenin y Stalin y eso, claro, resultaba irrelevante para nuestros intereses. Incluso hubo un tiempo (por 2014) en que se le propuso para el Nobel de la Paz pero se nos ha olvidado de golpe, como si nunca hubiera pasado. No hubiera sido tampoco el primer asesino que lo obtiene.

Aquí, lo importante, hasta que ha llegado este último ataque (justo cuando Ucrania iba a entrar en la OTAN pero estamos, evidentemente, ante una casualidad), era que los nuevos multimillonarios enriquecidos a la sombra del sátrapa vinieran a gastarse sus inmensas fortunas manchadas del sacrificio ajeno, todo lo que se ha robado al proletariado que malvive y sufre, acostumbrado ya a un yugo que dura un siglo, con breves interludios de aperturismo frustrado. Porque lo prioritario ha sido siempre el dinero en grandes cantidades y nos interesaba hacernos los tontos y coger el parné. Sólo cuando ha llenado de sangre inocente las calles de Ucrania, cuando las gentes piden auxilio y se defienden del terror, es cuando todos se han percatado de que una potencia nuclear que puede desencadenar la tercera guerra mundial con sólo pulsar un botón está en manos de un sociópata, de un individuo perversamente megalómano que jamás tuvo límites. Entre otras razones porque tampoco nadie se los puso. Jamás se cuestionó la legitimidad de su autoridad y presidentes o reyes le daban la mano, se reunían con él, lo llamaban amigo, le vendían su lealtad (valgan el excanciller alemán Schröeder o el italiano Berlusconi) o se iban a cazar allí osos previamente emborrachados, como Juan Carlos I. La cuestión era mantener el negocio y la diversión. Sólo cuando ha amenazado directamente al mundo libre nuestros mandamases han comprendido de golpe la catadura del personaje y ya no resulta tan simpático el antaño amigo Vladimir. De ahí que andemos entre la amargura por la situación crítica de la ciudadanía ucraniana y la perplejidad ante tanto cinismo desbordado. Dicen que la política internacional implica eso: traicionar a los pobres para defender los intereses de los poderosos. Mientras, los habitantes de Kiev, Odesa o Mariúpol están dándonos una lección de dignidad, de resistencia y de patriotismo verdadero. Son los nuevos espartanos en la batalla de las Termópilas defendiendo su libertad, revelando la grandeza de un pueblo honorable que no se deja masacrar.

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