Primavera y un rumor leve de alondras por el viento desnudo de la mañana.  Los niños se acercan despaciosos al colegio, todavía con el sueño apuntalado en sus pupilas y la esperanza intacta de construir su mundo.  La escuela es la patria de las palabras y tiene su corazón escondido (porque para eso en un tesoro) en las bibliotecas escolares.

Allí el niño es un asombro que se anima a construir el universo usando las frases precisas, las verdaderamente necesarias con las que proteger la infancia, pero ese secreto sólo lo conocen los maestros auténticos. Así, cuando descienden de los anaqueles, las historias pasan del papel a la realidad con la voz mágica de los maestros. Pero hay que distinguir, claro, entre estos maestros de los que hablo y los docentes, que nada tienen que ver. Los docentes son funcionarios capacitados -teóricamente- para instruir en una materia determinada que conocen.

Esos perfiles son peligrosos, pues no vislumbran el peligro de ignorar una herramienta capital que vertebra la educación.  A esas edades primeras y, aunque sea intuitivamente, lo que buscamos es una patria segura donde resguardarnos del frío y las incertidumbres. Y esa patria donde los prodigios son constantes la habitan exclusivamente los maestros, unos seres singulares que nos enseñan un modo de estar en el mundo desde su creatividad inmensa, con el gesto preciso para mantener la atención y unas manos capaces de abarcar todas las tristezas y las alegrías que suponen crecer.

Estos maestros -y maestras- verdaderos no necesitan normativas asfixiantes que los ahormen porque lo suyo es una tarea trascendental que no debe confundirse nunca con un quehacer de burócratas pedantegogos (el término es del tristemente desaparecido Gregorio Salvador). Por eso lo que requieren son alas para volar alto; y respeto, mucho respeto, porque han logrado el triple salto mortal que implica que sus chiquillos desconozcan lo que significa el aburrimiento, esa falta de entusiasmo que es tan responsable del fracaso escolar como las sucesivas leyes que intentan lastrar el magisterio bien entendido.

Así, cuando se entra en las aulas de uno de estos maestros, basta abrir un libro para que, de pronto, un velero se alce y cabalgue los mares, con su pirata entonando su himno de aventura infinita; otras veces aparece una princesa capaz de cortar una estrella para adornar un prendedor (porque todo el mundo sabe que las princesas primorosas se parecen mucho a ti: cortan lirios, cortan astros, cortan rosas, son así). Incluso, en ocasiones se escucha el trotecillo alegre que parece que se ríe de Platero, o la serena reflexión de aquel poeta que recuerda el huerto claro de su niñez donde madura el limonero. Porque ser maestro supone poner en pie la verdad que cantan los libros que nos aguardan impacientes en los estantes, esos que encienden la pasión por la lectura.

Así se demostró en el encuentro auspiciado por la Delegación de Educación que lidera Ana Berrocal y que organizó tan eficazmente su equipo de la Red Provincial de Bibliotecas Escolares, con la responsable, ese manantial inagotable de ideas luminosas que es Paqui García, al frente. Por eso resultó tan emocionante constatar la hermandad de tantos profesionales conscientes de que, sin buenas bibliotecas adecuadamente coordinadas, resulta imposible forjar una sociedad habitable de personas completas, íntegras y creativas que comprendan lo que significa realmente la palabra libertad.

foto: Biblioteca escolar del Luisa de Marillac. / granada hoy

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