Svetlana tiene las manos blancas, una mirada sagaz y limpia con un deje de melancolía indescifrable y una sonrisa de dulzura tan inmensa que sorprende, porque traspasa el dolor del mundo.

Cuando desveló para la Historia la verdad lo que ha visto con los ojos de las mujeres, de miles de mujeres de Rusia, Afganistán, Ucrania o Bielorrusia, supo que su destino de periodista estaba marcado; que era la escritora del sufrimiento de los otros (y las otras), de la fragilidad de la democracia, del precario equilibrio de la paz. Porque la paz es una palabra que las élites pronuncian despaciosamente, pero sin darse cuenta del sentido profundo que debiera tener. Decía Machado que en los trances duros los señoritos invocan la patria y la venden; y el pueblo, que ni la nombra siquiera, la compra con su sangre y la salva. Incluso, muchas veces, sin saber que las palabras patria, democracia, paz y libertad tienen que abrazarse, ser una misma cosa, para alcanzar sentido completo.

En este tiempo de penumbra, la efervescencia de los radicalismos impulsores del odio al diferente son un reguero de preocupación que se extiende peligrosamente en toda Europa; mientras, el tormento de Ucrania conmueve al mundo elevando un grito de angustia que atraviesa fronteras, pero sin que nos demos cuenta realmente de que esta masacre que hoy sucede en el país que vio nacer a Svetlana puede alcanzarnos y clavarse como un puñal en las entrañas de la libertad hasta robarle el aliento. Que está más cerca de lo que suponemos, agazapada en la esquina de la oportunidad esperando el instante preciso, incluso aquí, en España. En ese momento, la vida, que es lo que sucede mientras nosotros andamos planeando el porvenir que nunca llega, se convierte en una cuestión de suerte. Como le ha pasado a los habitantes de Mariupol, esos que desde hace meses habitan las tinieblas, los sótanos semiderruidos, rodeados de tanques, fusiles y sangre. Tanta sangre que ya no puede tragársela la tierra y es portada de telediarios y periódicos alertando de lo que sucede cuando un sátrapa toma el poder. Ahora las gentes de Ucrania son los trescientos de la batalla de las Termópilas, unos espartanos del siglo XXI a los que sólo les ha quedado en pie la dignidad de querer frenar en sus lindes tanta maldad que puede extenderse como una mancha de aceite en un mar que hace mucho que dejó de ser azul.

El presidente Zelenski sabe que resistir es la única esperanza para sus pobladores mientras el mundo se despierta y asume su error. Porque tendemos a olvidar: pocos quieren recordar guerras, la desdicha de sus abuelos, la miseria que habitaron sus padres. Por eso se repite cíclicamente la tragedia. Es entonces cuando llega Svetlana Alexiévich, en pie de paz, con su rostro sereno y su voz de paciencia. Pregunta, observa y luego escribe. Cuenta el horror de los otros. Pone el verbo preciso al desamparo, al exilio que ella misma sufre, a las evidencias que se nos ocultan. Svetlana no es sólo la Premio Nobel que nos mostró en Granada, en la Alhambra, la cara desconocida de la desgracia. Es la mujer libre y valiente que suspira por volver a su casa a orillas del río Minsk para continuar, algún día, ese libro apenas iniciado sobre el amor y la esperanza.

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