El problema, como siempre, es que hay gente que no asume cuándo debe irse, cuándo se han convertido en pasado y, para no estropear su legado, lo que más les conviene es salir de escena discretamente antes de perder los últimos atisbos de dignidad si es que en algún momento la tuvieron.

Estaba yo firmando el la declaración de la renta cuando ha llegado el antiguo rey. Imagino que habrá venido, evidentemente, a cumplir también con el fisco, por aquello de que Hacienda somos todos. Juan Carlos de Borbón descendió del jet privado en Vigo entre sonrisas y abrazos, como si aquí no hubiera ocurrido nada. Pero sucede que sí que ha sucedido. En estos dos años, quien fue un referente de la democracia, se ha convertido en el más acabado ejemplo de la decepción para la mayoría de los españoles.  Tuvo la oportunidad de dar un giro cuando lo pescaron in fraganti en Botswana matando elefantes y acompañado de Corinna; pero no: le pudo más la soberbia, la amante mercenaria y el tomarnos por tontos con aquella frase “Lo siento mucho, no volverá a ocurrir”. A partir de ahí todo fue caída: una investigación de su patrimonio y el abandono de la amante (sin riquezas y prestigio, un anciano resentido pierde mucho interés para una individua de esta condición) con querella por acoso incluida. Juan Carlos tuvo que abdicar porque no le quedaba otra opción. Y, después, este exilio encubierto y dorado  en Abu Dabi al que lo ha conducido el exceso de ambición, ese pensar que como los monarcas de antaño, España era él. Pero no: España hace mucho que es otra cosa.

El problema, como siempre, es que hay gente que no asume cuándo debe irse, cuándo se han convertido en pasado y, para no estropear su legado, lo que más les conviene es salir de escena discretamente antes de perder los últimos atisbos de dignidad si es que en algún momento la tuvieron. Lo que pasa es que a ver  a qué se dedican sus actuales tiralevitas particulares, quienes aún esperan sus prebendas. Porque cada prócer que ha caído en desgracia tiene que mantener, cual buen paquidermo, a unos cuántos de estos pájaros de mal agüero que lo han parasitado (tragándose a gusarapos menores) lo mismo que un picabueyes sobrevive a costa de los búfalos o a los elefantes allá en la sabana. Es, además, la única manera de seguir sintiéndose importante sin darse cuenta de que, en ese ascenso suyo al poder, dejaron demasiadas víctimas en el camino (empezando por quienes los auparon) y jamás miraron atrás ni tuvieron piedad. Sus acólitos, quienes los siguieron, adoptaron este mismo patrón de supervivencia, por lo que, ahora, no pueden esperar un trato distinto.  Y sin embargo lo esperan; entonces es cuando llega la frustración, el odio y la rabia: cuando el ocaso es más que evidente y no hay marcha atrás.

El problema del emeritazgo es el mismo que el que provocan muchos expresidentes: que, buscando perpetuar el foco, no paran de decir inconveniencias -incluso por personas interpuestas-, hacerse fotos inadecuadas o dar declaraciones vergonzantes; lo cual que han acabado por convertirse en jarrones de todo a euro, de esos que no puedes tirar porque te los ha regalado la suegra, pero que no sabes bien dónde esconder porque en todas partes estorban y dan mala imagen. De este baldón sólo se ha salvado así, a bote pronto, Adolfo Suárez, Mandela, Jose Mujica o el papa Ratzinger. Los demás, ridículas caricaturas de sí mismos, han acabado por convertirse en la más acabada definición de cómo puede alguien ser una deshonra para quienes antaño le pagaron un sueldo.

 

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