En Granada, me dicen desde los colectivos que les tienden la mano con un bocadillo, un refresco, un rato de charla y un café, que calculan que son doscientas las personas que no tienen techo y guardan todas sus posesiones en un viejo carrito de la compra, en una maleta desvencijada, en bolsas de grandes superficies.

En las calles del verano julio deja su ardentía en el asfalto mientras la ciudad se viste de calor y de paciencia para afrontar estas temperaturas que esconden a la ciudadanía en sus casas, amparados por la climatización o los ventiladores. Quien se arriesga a salir, lo hace buscando las sombras perentorias de esos árboles, el hogar de los gorrioncillos jovenzuelos que practican sus vuelos inexpertos para volver luego, ufanos, a contarle a sus padres las aventuras fuera del domicilio, anclado ahí, en la rama más alta. Porque el significado de familia, de hogar, es ése: compartir en conversaciones serenas lo que acontece a cada uno de sus integrantes desde la comprensión y el apoyo mutuos.

Pero sucede que, en esta sociedad de prisas, donde cada cual va a lo suyo evidenciando el grado de deshumanización que nos caracteriza, seguramente nos hemos olvidado en alguno de los bolsillos del abrigo invernal que casi nunca utilizamos eso que antaño se denominaba solidaridad. Será por esto que andamos por las aceras o paseamos por las placetas, pero no nos percatamos de que, entre cartones y ropas viejas, están los restos de una casa, de un hogar que saltó por los aires y ha dejado a una persona sobreviviendo al raso.

En Granada, me dicen desde los colectivos que les tienden la mano con un bocadillo, un refresco, un rato de charla y un café, que calculan que son doscientas las personas que no tienen techo y guardan todas sus posesiones en un viejo carrito de la compra, en una maleta desvencijada, en bolsas de grandes superficies. Sus tesoros serán parecidos a los nuestros: fotos de seres queridos, documentos indispensables, tal vez alguna carta de amor desvaída o la primera muñeca que les regaló su madre, manchada por los estragos del tiempo. Algunos son ancianos maltratados por las traiciones de la existencia. Hay también  jóvenes, mujeres de mediana edad desesperadas, hombres fuertes mirando al suelo. Ninguno supuso que las circunstancias lo macharían con la depresión o la enfermedad,  pero hoy sostienen un cartel entre las manos explicando su situación, la ausencia de trabajo, que duermen en una plaza; mientras, nosotros los convertimos en seres transparentes.

Ocasionalmente, alguien arroja sin mirar una moneda al hatillo, a la gorra, sin percatarse de que pudo dársela en la mano. Hasta ese punto hemos perdido la dignidad. Nosotros, no ellos, que, desde su desamparo, ven como los expulsamos como sociedad porque las administraciones tampoco aportan los medios económicos y técnicos suficientes para darles esa oportunidad que merecen. Mi nueva amiga Loli Lirola sabe bien que son imprescindibles más asistentes sociales que analicen sus necesidades básicas para regresar a una vida digna (residencias para mayores, pisos supervisados, tratamiento psicológico o rehabilitación) y aumentar los presupuestos de Asuntos Sociales. Coincido, porque cualquier ayuda real va más allá de dormir cuatro noches en un albergue abandonando todas sus cosas o al perrillo que les acompaña, el fiel compañero que nunca los traicionaría. Mientras no se haga lo suficiente, la calle seguirá matando a personas.  Como Antonio, que tenía 54 años y llevaba trece en la calle. Una vez tuvo una familia, pero precisamente una depresión acabó con todo. Murió hace quince días y hoy pocos recordarán su nombre. Solamente quienes hayan pensado por un instante que, Antonio, si la suerte soplara en contra, podría tener nuestros ojos.

FOTO: https://www.ideal.es/granada/sintecho-gano-carino-20220706224025-nt.html

 

 

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