“Cuáles son las raíces que prenden, qué ramas/ se extienden en estos pétreos escombros?”, escribía Eliot en ‘La tierra baldía’.

Y precisamente eso es lo que sucede en el eje Palencia-Arabial con estos pobres olmos descompuestos, heridos por el rayo del tiempo y el olvido de décadas hasta podrirse por dentro y dejar de ser feliz hogar de pájaros, sombra protectora del sol inclemente del verano.

Lo que pasa es que ha habido quien se ha confundido y le ha puesto al concejal de Medio Ambiente, Jacobo Calvo, cara de alcalde de Sevilla; eso, claro, en caso de que el sevillí Antonio Fernández hubiese dado la cara en algún momento o argumentado sus razones para  pretender talar un ficus centenario. Lo suyo con el ficus de 1913 era otra cosa: contentar al cura de San Jacinto -ay, Señor, con la iglesia hemos topado-  reconcentrado en su torpeza de señorito andaluz de izquierdas. Ahora,  con la justicia por medio, Fernández ha tenido que dar marcha atrás, pero el destrozo está hecho.  Lo cual que ha habido quien ha alertado de posible concomitancia, de comportamiento análogo que permitía rebelar a las masas aburridas granadíes que padecen, en este agosto que se va despacito, el calor insoportable del asfalto. Pero, como ya avisaba Ortega y Gasset frente a los radicalismos, “no es esto, no es esto” y Calvo se ha explicado, con imágenes incluidas, aunque tal vez más tarde de lo que hubiera sido conveniente. Lo que pasa es que hay quien prefiere que la realidad no le cambie su opinión desde el sectarismo que caracteriza a los polemistas eternos.

El asunto aquí es que los olmos talados tenían apariencia saludable; pero bastaba que una rama se cayera (como sucedió hace unos días en el “Colegio San Isidoro”) para evidenciar que todo era pura cáscara, que dentro no quedaba más que una oquedad muerta tras una enfermedad lenta que nadie ha visto porque no han querido mirar. Parte de la culpa, me cuentan los expertos, está también en esos minúsculos alcorques que no han dejado crecer sanas las raíces y  han levantado las aceras convirtiéndolas en un peligro para viandantes. Hubiera bastado una caída, que un día de viento alguien hubiese resultado herido con una rama desgajada, para que los mismos -exactamente los mismos, reitero- que hoy alzan su voz y hacen vigilias pro-olmos, hubieran firmado una denuncia penal contra medio consistorio. Así es la política: que lo que hoy es negro, mañana puede mudarse en blanco, que las palabras verdad y compromiso valen muy poco mientras la memoria sea tan a corto plazo.

En Granada hemos sufrido diferentes arboricidios pero éste, aunque algunos se esfuercen, no lo es; he visto fotos de aquel que consumó el franquismo en la avenida Calvo Sotelo, el del Carmen de los Mártires o el que se intentó con los plátanos de Puerta Real. Pero aquí se busca utilizarlos como arma política y esto obliga a no callarse por decencia. Granada necesita miles de árboles sanos, un pulmón de verdor bien cuidado: almeces, celtis australis y también olmos. Por eso no se puede utilizar el nombre de Machado en vano. Esta vez la razón la tienen los técnicos, Jacobo Calvo y, sobre todo, T. S. Eliot: “Y el árbol muerto no cobija/ ni consuela al grillo/ ni mana el agua de la piedra seca”.

 

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