Emilia Llanos, una figura ensombrecida a medio camino entre el desconocimiento y el olvido

Septiembre amanece a la disciplina de los horarios fijos como un niño desconsolado que mira con nostalgia las últimas olas del mar. Se marchan los días azules de largos atardeceres, de lentas conversaciones, de juegos perpetuos. Hemos regresado a la ciudad inmensa, el trabajo cotidiano y también los reencuentros gratos.  Porque Granada es también una ciudad para el reencuentro; incluso para el reencuentro con nuestro pasado de fotos en sepia al que le debemos una lealtad de justicia. Por eso hoy hablaré de Emilia Llanos, una figura ensombrecida a medio camino entre el desconocimiento y el olvido. Y no comprendo bien la reticencia para darle su lugar a una adelantada a su tiempo, amiga de la intelectualidad más preclara de Granada en los años veinte y treinta (los hermanos González de la Serna, Falla, Luis Rosales, Joaquín Amigo y su adorado Federico), de nuestros visitantes más ilustres, como Juan Ramón Jiménez.

A Emilia Llanos la imaginaba alta y delgada, buena y algo enferma -remedando el poema de Gloria Fuertes- inteligente y distinguida. Una joven que leía a Maeterlinck y a Ibsen en aquella época debía ser una persona de carácter singular. Eso debió pensar el pintor González de la Serna cuando insistió en presentársela a Lorca en 1918 y el fuenterino quedo prendado de aquella joven que era capaz de mirar los chopos encendidos y las lejanías desmayadas como si él mismo las mirase, tal y como le escribe en 1920. Por eso me ha resultado hermoso constatarlo en la cuidada exposición que comisarían, en la Casa de los Tiros y hasta el día 25 de septiembre, José García Montero y Lola Manjón y que tiene al frente el retrato bellísimo  de la musa de letraheridos irrepetibles, lo más cercano a un enamoramiento femenino que tuvo el joven García Lorca.

José García Montero (que  posee un extraordinario archivo sobre Emilia y de aquella época de bullicio cultural) y Lola Manjón, la gran especialista en su biografía, se han unido para organizar una muestra que revela, sin lugar a dudas, el papel que cumplió Llanos en aquellos años de entusiasmo creativo, amistad sincera y amores de juventud efervescente en torno a la “divina Tanagra” como la denominaban el poeta Rosales y el filósofo Amigo, asemejándola a las bellísimas terracotas griegas.

Luego, tras el asesinato de Federico, Emilia Llanos fue un largo silencio dolorido que escuchó seguramente las estupideces sobre que no hizo nada, siendo hermana de un alto mando militar golpista, para salvarlo. Es falso, como tantas cosas de aquel tiempo: en la exposición -que nadie debiera perderse- está la respuesta displicente de Queipo de Llano a su valerosa petición de ayuda sugiriéndole que se dirigiera al presidente de Cruz Roja en Burgos para canjear presos.

España toda había perdido la guerra y quedó eternamente mancillada con la sangre de los muertos; la de Joaquín Amigo, ejecutado por milicianos republicanos y la de Lorca, fusilado por los sublevados, son ejemplos paradigmáticos del horror. Emilia desde entonces calló su desolación amarga. Únicamente logró sacarla de su mutismo Agustín Penón, que guardó en su maleta la verdadera historia de una granadina excepcional, una superviviente que resistió con las tres heridas de las que avisaba Miguel Hernández: la del amor, la de la muerte, la de la vida. De la mujer que murió en 1967 gritando desesperadamente un nombre: Federico.

FOTO: https://www.ideal.es/culturas/emilia-llanos-mujer-20180116001401-ntvo.html

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