23 noviembre 2024

La noche sin dormir únicamente la clausura el alba. Con los ojos abiertos recibe el sonido del despertador, la angustia reflejada en las pupilas. Otra vez hay que levantarse, hacer ese esfuerzo sobrehumano que se asemeja a subir una montaña, a cruzar un río de aguas turbulentas. Bajar un pie, luego el otro y desplazarse hasta la ducha suponen diez minutos; después toca vestirse, un desayuno sin ganas y bajar en el ascensor practicando la sonrisa correcta en el espejo. No puede contarlo, no deben darse cuenta en el trabajo ni tampoco la familia, allá en la distancia. Vivir en la ciudad te convierte en un nadie, pasar desapercibido, ser uno más y que no se note. Porque hay que callar las palabras que asustan, el vacío del desencanto de vivir, la rutina que es llegar y saludar sin ganas, sabiendo de antemano que este será otro día perdido. Un fracaso más que apuntar en la lista mental.

La mañana va pasando con la lentitud de un siglo, las agujas del reloj no se mueven ni cuadran tampoco las cifras, a pesar de que sea la séptima vez que las suma. Mira a los compañeros que hace mucho que acabaron. Él no puede porque sabe, siempre lo supo, que es un inútil. Que no sirve. Ahora le sudan las manos y tiene calambres porque  está a punto de sonar la llamada del jefe para entregar los datos. Y los datos, maldita sea su estampa, no cuadran, cada vez el resultado es diferente, y hace mucho calor, una asfixia aterradora, aunque afuera llueva despaciosamente mientras los otros hacen bromas organizándose para el café. No quiere ir con ellos, anhela quedarse sólo, que no lo miren, quedarse dormido al fin, bucear en un mar infinito donde se escuche el silencio, no despertarse. Desaparecer.  Y que esto no suceda lo enfada; que los colegas lo inviten nuevamente a la cerveza del mediodía le molesta aunque tenga una excusa estudiada. Todo lo encoleriza: la gente le incordia tanto como soportar los ruidos, las risas que alborotan, las preguntas, los semáforos en rojo, los niños que juegan en la plaza. Le cansa la vida sin remedio y no hay lugar donde reposar tanta pena desbordada, el vacío negro abarcándolo todo, lo que ninguno puede comprender porque ni siquiera él entiende cuándo se convirtió todo en hastío, en desencanto amargo. Por eso tienen que correr las horas, le urge apagar el ordenador y regresar a la cama a esperar de nuevo algo. Lo que sea. No sabe hasta cuándo podrá disfrazar con la cortesía de una risa leve tanto sufrimiento. Entre otras cosas porque los demás no les interesa que haga mucho que no sueñe ni cante ni se ría con ganas; que su nevera esté vacía y le dé igual, que la lavadora no funcione hace tres meses. Hasta los amigos han dejado de llamarlo, cansados de insistir. Siempre tienen prisa, hablan de hijos y él se ha convertido en invisible; forma parte de los tres millones de personas que sufren una depresión en España. Anteayer decidió cortar el hilo frágil que lo unía a este mundo que hace mucho que dejó de ser el suyo. Ahora vuela libre, ejerciendo de calandria entre los trigos, mientras muchos sienten un peso en el pecho, el desconcierto de su ausencia. Pero ya es demasiado tarde.

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