Para qué sirven los impuestos
No hay nada peor que colocar en una subasta electoralista los tributos que garantizan el Estado de bienestar.
La política fiscal de un Gobierno es la columna vertebral que sostiene el Estado de bienestar: no hay democracia cabal sin un sistema impositivo, progresivo y solidario que proporcione los recursos necesarios para que el Estado haga frente a su política de pagos. No hay remedio mágico contra el empobrecimiento económico, pero un Gobierno dispone de los impuestos como arma clave para mitigar la desigualdad y contrarrestar el aumento disparado del coste de la vida de las clases medias. En los últimos días, hemos asistido a un debate sobre la fiscalidad que pone el acento en aliviar los impuestos de una parte minoritaria y rica de la población mientras deja de lado la necesaria solidaridad interterritorial.
Las dos reformas que España tiene pendientes son de calado: una reforma fiscal que diseñe un sistema tributario para el siglo XXI y la del sistema de financiación autonómica. La primera, comprometida con la UE para 2023 en el marco de los fondos de recuperación Next Generation, se anticipa de dificilísima negociación ante la toma de posición reiterada por el PP. Su defensa de una rebaja indiscriminada de impuestos (sin distinguir si hay recesión o expansión, si hay déficit o superávit) se ha erigido en banderín de enganche demagógico. Es una falsa solución que no recomienda ni la OCDE ni el FMI ni ningún centro económico serio, y además es insolidaria porque debilita al mejor instrumento de protección del que dispone la inmensa mayoría de la población: unos buenos servicios públicos.
La segunda reforma pendiente desde 2014 es la financiación autonómica, donde se enmarca la propuesta sobre el impuesto sobre el patrimonio de Andalucía. El régimen actual otorga a las comunidades una capacidad normativa limitada, pueden establecer impuestos de nuevo cuño si no se superponen ni invaden los centrales y pueden modular los tipos estatales mediante recargos o bonificaciones. Imponer una exención del 100% del impuesto, como es el caso, no solo contradice el espíritu de un gravamen —que es común aunque se gestione por parcelas—, sino que representa una renuncia a unos ingresos ahora más necesarios que nunca. Aunque la capacidad recaudatoria de este impuesto es relativamente pequeña, en torno a 1.000 millones anuales en toda España, su eliminación afecta a un porcentaje muy reducido de la población, que es además el que menos angustias sufre en los malos tiempos.
La eliminación del impuesto sobre el patrimonio choca frontalmente con un PP que ha labrado su perfil con apelaciones patrióticas a la unidad de España. ¿Contribuye a la unidad la invitación a la fuga de cerebros, capitales o empresas de unas comunidades autónomas a otras? Esta operación configura una competencia desleal o dumping fiscal, e implica asimismo una dejación de la responsabilidad exigible a todas las instancias administrativas y políticas. Renunciar a unos ingresos sin prever dónde recortar el gasto supone exigir una futura compensación a las comunidades contribuyentes netas o a la Administración General del Estado. Más disfuncional es todavía cuando la propuesta parte de una comunidad receptora neta de la caja común por la vía de la solidaridad interterritorial y abre una peligrosa vía hacia el parasitismo tributario, es decir, el escenario grotesco en el que el beneficio otorgado a los 20.000 ricos andaluces deba ser financiado con recortes sociales a los más necesitados o con un mayor esfuerzo fiscal de trabajadores y clases medias.
La inequidad de la medida es flagrante pero va acompañada de algo peor: una renuncia parcial al IRPF que revela la cara ideológica de la medida. No persigue evitar posibles concomitancias entre dos figuras impositivas para evitar una doble imposición, sino que apunta a una rebaja generalizada de impuestos, como ha propuesto de forma mal argumentada e inconsistente el PP nacional. Invocar las rebajas de impuestos que ha decidido Alemania es una coartada tramposa: Berlín reduce tipos a las rentas más bajas pero los incrementa a los tramos superiores.
Cualquier estrategia desfiscalizadora es hoy contraria a la más elemental cordura ante la necesidad de afrontar la factura de la guerra en Ucrania y la lucha diaria contra la inflación. Contradice también el impulso a nuevos impuestos que está desplegando la Unión Europea y menosprecia el aumento de la desigualdad social (más de un 6% en España desde la Gran Recesión de 2008). La clave de un sistema fiscal es no arruinar su carácter redistributivo y afianzarlo ante las asechanzas de una coyuntura incierta: unos países lo hacen con un impuesto específico global al patrimonio, como España, Suiza o Noruega; otros gravan la riqueza con impuestos específicos a la posesión de viviendas (como en Francia), o con figuras transversales (como el IRPF).
En un contexto de grave incertidumbre, no hay nada peor que colocar el debate fiscal en una batalla política con tintes electorales. El Gobierno central tiene que explicar todavía los detalles de su reacción a la irresponsable ofensiva popular. Crear un nuevo impuesto que reemplace al de patrimonio puede ser inexcusable ante la evidencia de que la vía de su reforma se ha ido cegando a medida que se vaciaba de contenido en los gobiernos autonómicos, primero en Madrid y ahora en Andalucía. Pero es importante que el diseño del nuevo tributo a las grandes fortunas evite la doble imposición en los territorios que mantienen el impuesto sobre el patrimonio, no añada complejidad al modelo y profundice en el carácter redistributivo del sistema fiscal. Los impuestos que pagamos determinan directamente la calidad de los servicios que recibimos. Excluir a los más ricos de sus obligaciones fiscales empobrece al Estado de bienestar y debilita la confianza en la capacidad de la democracia para proteger la equidad social.