Los que en aquellos lejanísimos setenta abandonamos nuestra casa para empezar a trabajar o estudiar no teníamos demasiadas posibilidades: o un Colegio Mayor, donde te controlaban a base de bien o una pensión.

Había muchos pisos de familias que aceptaban uno o dos estudiantes, pero con un control absoluto de las conductas y la amenaza de mandarte a tu casa a las primeras de cambio, lo que equivalía a que tu padre te pusiera firme. Sólo unos años más tarde, la explosión de la construcción hizo que mucha gente adquiriera pisos sólo con la sana intención de que los estudiantes se los pagaran constituyéndose en un nuevo concepto, “el piso de estudiantes”, en que estos campaban por sus respetos (o mejor por sus faltas de respeto) y ahí empezaron a desmadrarse las cosas… hasta llegar al botellón actual, seña identitaria que nos deja en el exacto lugar que nos merecemos.

Yo empecé a trabajar (e inicié Filología Hispánica) en Jaén en 1972 y me busqué acomodo en la pensión “El Santo” (con un anuncio de plástico en el que se veía el icono de la popular serie de televisión de aquellos años), regentada por dos hermanas, viuda la una y soltera la otra, originarias de mi pueblo. Guisaban muy bien y nos trataban como si fueran una especie de titas amables y vigilantes delegadas de nuestros padres para que no diéramos malos pasos. Hasta nos daban consejos y decían si les gustaba o no la chica con la que salíamos, a la que controlaban porque nos telefoneaba a la pensión y ellas aprovechaban para hablar bien de nosotros y exagerar nuestras cualidades, por hacer un favor. Como además después nos veían cuchichear con los socios de mesa, intuían nuestra realidad amatoria, casi siempre desolada y desoladora.

Un servidor en Jaén en 1974: yo era ye-yé y “modelno”

Se reían mucho con nosotros a la hora de la cena, porque cuando ponían aquellas españoladas le bajábamos la voz al televisor y entre todos hacíamos lo diálogos que se nos iban ocurriendo. A veces salían auténticas obras maestras del surrealismo, siempre llenas de camufladas claves de erotismo y de política. Carmela y Mercedes se reían de nuestras ocurrencias y aquello parecía, paradójicamente, un remedo de la familia feliz de la que felizmente acabábamos de emanciparnos.

Allí estábamos una serie de huéspedes fijos, casi todos del pueblo, junto a los huéspedes ocasionales, normalmente viajantes de paso o familias que venían angustiados por algunas pruebas médicas a la madrugada siguiente. Existía el pacto de no “lucirnos” cuando había extraños y si alguien se pasaba era seriamente amonestado. Entre los paisanos era frecuente que sonara el teléfono y, si no estaba el destinatario de la llamada, nos pusiéramos otro que tras saludar a los padres del interesado, preguntaba por la propia familia y tomaba el recado.

Salíamos a tomar alguna copa o al cine o a macerarnos la tarde en aburrimiento. Manolo, un carpintero, estaba yendo a una academia para preparar las oposiciones a Policía Armada. Me pedía ayuda con dictados, resolución de problemas y análisis gramatical. Yo, que por entonces ya tenía mis tendencias izquierdistas, se lo decía:

-Agente Carpin (ese era el nombre “artístico” que le habíamos puesto, por su profesión), yo ahora te ayudo y luego tú me forras a vergajazos cuando seas de la Antidisturbios, ¿verdad?

Y él, que sólo quería una nómina estable, y carecía de una ideología clara, me contestaba:

-Hombre, yo si te veo en una manifestación, le doy al de al lado, que para eso me estás ayudando.

Algo era algo, aunque no me dejaba demasiado tranquilo, pues quien fuera a mi lado iba a ser, lógicamente, alguien muy directo, mi novia incluso (cuando al fin la tuve) y no veía yo muy en mi línea eso de que alguien se llevara mis bofetadas junto a las propias. Con todo, se le agradecía el gesto. ¡Todo un detalle!

Otro de los estables, Dani, un opositor a Fiscalía que estaba hasta el gorro del preparador y del temario, organizaba unas partidas de cartas en las que jugábamos a diez céntimos el tanto. Sólo podíamos contar con él a partir de cierta hora, pues tenía novia y eso era toda una dulce obligación. Eso sí, le notábamos cuándo había bronca o cuándo las cosas iban de maravilla entre ellos.

Disfrutaba con las máquinas de los bares, a las que les soltaba unas durísimas e hilarantes admoniciones cuando no sacaba partida:

-Pero máquina indecente, ¿no comprendes que has sido creada para satisfacerme? ¿Cómo puedes, oh pérfida, traicionar el espíritu con que Petaco S. A. te creó y pitarme falta. ¿Game over? ¿Game over? Te vas a enterar tú – y le soltaba una sonora patada que hacía acercarse a Paco, el bonachón dueño del bar a poner orden. Nosotros, acostumbrados a estos diálogos, le hacíamos ya poco caso.

Pensión “El Santo”

También pertenecía al grupo Bernardo, un estudiante de ATS que pedía queso de postre porque era el único postre que admitía vino. Siempre llevaba en el bolsillo delantero de la chaqueta (entonces vestíamos chaqueta y corbata a diario) un montón de palillos de dientes de las tapas de los bares. De cuando en cuando, los sacaba y ordenaba: “Este de morcilla, este de tortilla de papas, este de carne con tomate…”, provocando las protestas de los asqueados compañeros.

En aquellas interminables partidas de cartas, nunca nos cobrábamos las deudas. Se anotaban en un cuaderno que recogía fidedignamente las mudanzas de la diosa Fortuna, pues unas veces eras rico (teóricamente) y otras estabas en la más absoluta quiebra, aunque sólo de cuando en cuando cada cual liquidaba lo debido (más o menos) y con el dinero que se reunía hacíamos una buena obra: comprábamos vino y unas tapas y hacíamos una especie de party, al que subía el niño de la patrona, que nos lo mandaba para “que se fuera maleando, que era demasiado pavo” (sic).

Las patronas no aceptaban una palabra malsonante, así que si nos llamaba un amigo común, de apellido Arteta, lo transformábamos en Arpecho o Arseno, que las dos damiselas sufrían eso de ser mujeres solas y no admitían tonterías ni equívocos. Entre los extraños, había uno que solía aprovechar su paso por la ciudad para ir a un prostíbulo, situación a la que eufemísticamente se refería como “Anoche fui a tomar el té con unas amigas”.

Vivimos como un dolor propio los llantos de la más joven, ya cincuentona, a la que le salió un pretendiente. Ambas hermanas vivieron aquello como una duda metódica, como un cara o cruz de la vida. Cuando al final fue que no, la pobre lloraba desconsoladamente, como quien ha perdido la última oportunidad de ser feliz y su hermana la acompañaba en el llanto, como llena de culpabilidad, todos pensamos que porque era la que le había hecho desistir. Esos días, intentábamos no hacer ruido, respetuosos con aquella especie de duelo sin muerto (si no era el hipotético final feliz de la vida de Mercedes).

La bronca más grande nos la ganamos la noche en que, hartos de naipes, uno de nosotros formuló la fatal pregunta:

-¿Cuánto puede medir la cuerda del culo del sillón?

Todos miramos el viejo sillón, cuyo asiento era de cuerda artísticamente trenzada y tratamos de imaginar la longitud. Una empresa ciertamente difícil. Yo, muy listillo, traté de contar las vueltas horizontales y las verticales, hacer una multiplicación y me dio algo así como casi quinientos metros.

El Fiscal sintetizó:

-¡Vamos, lo que mide la cuesta! –se refería a la cuesta que tantas veces subíamos y bajábamos para salir al centro de la ciudad.

-¡Qué va, hombre! Un poco más…

Alguien sacó las tijeras, dio el primer corte y empezamos a devanar el trenzado y a formar un ovillo que iba agrandándose poco a poco. Un rato después estábamos todos en lo alto de la cuesta, por la que iba rodando la enorme masa de vueltas de cuerda, que ya se había empezado a desmadejar y había que deshacerle las marañas y nudos. Al final nos faltaron unos veinte metros para cubrir la distancia de la dichosa cuesta, pero eso lo supimos hacia las dos de la madrugada, cuando la policía vino a ver qué pasaba.

A la mañana siguiente sí que hubo tragedia: el sillón era de la herencia de sus padres, les habíamos dado un terrible mal rato, ellas no podían esperar eso de nosotros, todos chicos de buenas familias…

Dani lo prometió: esa misma noche, cuando volviera del preparador, el sillón iba a aquedar como nuevo. Y esa noche, como no podía ser menos, tras algún vino de más y un divertidísimo sentido de lo fatal, nos organizamos en un equipo de cinco (para lo cual nos ayudó el niño, el hijo de sus entrañas, que se partía de risa, lo cual mosqueaba bastante a madre y tita por parecerles una especie de deslealtad para con la causa): uno metía la cuerda por la trama de cuerdas previamente organizada y afirmada con un clavo (eso fue obra del agente Carpin), levantando o bajando los distintos mazos de cuerdas, según el cabo tuviera que pasar por arriba o por abajo, dos tiraban hacia su lado, entre gritos y jaleos (“¡Venga, venga, venga…!”), mientras los del otro descansaban entre carcajadas. Un instante después, el proceso volvía a ser el mismo, pero en sentido opuesto. Dos o tres horas y bajamos al piso de las patronas (la zona noble, le llamábamos) con el sillón arreglado, que parecía la silla gestatoria del Papa. Reconocieron que habíamos hecho un buen trabajo, y que la trama estaba ahora más dura, pues habíamos tirado mucho. Al par de días nos dijeron que si estábamos dispuestos a volver a armar el trenzado, pues habían pensado que la cuerda estaba demasiado sucia después de tantos años y que se compraba cuerda nueva y que… Aceptamos encantados: cómo renunciar a otro rato de juerga como el precedente.

Muy poco tiempo después me fui a otro piso más moderno, con cuarto propio y muy próximo a la casa de mi novia y al Colegio Universitario. Se acabó el ambiente familiar y, como Sabina, no perdí una familia, gané un cuarto de baño, pues tenía derecho a ducha discrecional y diaria. De allí salí para ocupar mi primer piso un par de meses antes de casarme.

Mi conclusión: ¡Como en la casa de uno…!

Alberto Granados

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