Es la mañana únicamente otoño y silencio en el parque donde habita la memoria. Este lunes el sol se despereza mientras las hojas de los tilos se deslizan hasta el suelo con el ritmo despacioso de las palomariegas grises que se acercan a la fuente. Este universo pequeño en derredor es una sinfonía descendente de verdor que desnuda poco a poco los árboles y los hace momentáneamente frágiles, como el corazón de un niño que crece y empieza a  comprender que la vida cambia conforme avanzan las estaciones.

En poco rato seguramente se acercarán los gorriones que habitan los arbustos de la avenida principal; aún medio dormidos, irán y vendrán, picotearán entre las ramas del magnolio, se desdibujarán entre las luces del granado o se acercarán a la acequia. Seguramente, casi todo igual que ayer o mañana: sin prisa, sabiéndose dueños del lugar.

Mientras, a lo lejos, se escucha un rumor desvaído de campanas y, al fondo, allá en su lejanía silente, la sierra, con sus nieves inaugurales, propicia este frescor primero que clausura octubre para que nos vayamos acostumbrando a ponernos a ratos los jerséis. Pero aquí, justo enfrente, a menos de un metro, están las últimas rosas de la Huerta
con la belleza prístina y señorial de las grandes damas de los viejos retratos de familia, esas cuyos nombres nunca supimos y que escondían en sus manos un pañuelo bordado.

 Sentada en el banco, he recordado de pronto que esta es época de membrillos, que su aroma antes llenaba cada rincón de la casa, y que una vez me contaron la historia de cómo las abuelas los colocaban entre las sábanas blancas dentro de los arcones, para impregnarlas de un perfume a limpio, a serenidad condensada, a pureza candorosa. Yo ya sé que jamás regresará ese olor antiguo con la intensidad de entonces, pero lo tengo guardado entre los recuerdos primordiales, esos que no quisiera que se borraran jamás; con demasiadas cosas que han sido importantes nos ocurre como con la lluvia: que siempre sucede en el pasado, como avisaba Borges. Hay una verdad honda en esa afirmación.

El olor a membrillo recién cortado del árbol forma ya parte de las reminiscencias de mucha gente de mi generación, tal vez la última que ha vivido tan en contacto con la naturaleza como para integrarla en la cotidianeidad de cada momento. Ahora demasiados niños piensan que las peras, las higos o las manzanas nacen como por ensalmo en la frutería de su barrio; desconocen el valor de una tormenta capaz de aliviar la tristeza de los campos resecos, nadie les ha enseñado a reconocer la diversidad del canto de los pájaros ni los han animado a fijarse en la textura fragante de la hierba mojada.

Seguramente nunca espiarán el recorrido de un caracol en su duro trayecto hasta la yedra ni tampoco palparán las heridas rugosas de los pinos para impregnarse los dedos con resina. La infancia de este tiempo es muy distinta y a pocos parece importarle que se vaya derrochando entre ordenadores y tabletas toda esa inocencia que a nosotros nos sirvió para explorar el mundo de las certezas perdurables en las que hoy nos refugiamos. Esas certidumbres que encienden el ánimo, que alivian tristezas en los instantes difíciles mientras miramos el horizonte. O, simplemente, en los días grises en que no ocurre casi nada.

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