Ya que no nos son útiles para cuestiones de mayor trascendencia, los políticos nos sirven para mantener entretenida la semana, como una telenovela turca, pero con menos drama de fondo. Que ya no existen prohombres carismáticos como el Felipe González del 82, el Suárez que no se arredró con Tejero o el primer Aznar (el último era/es una mala imitación de sí mismo) lo vemos en las portadas de cualquier diario; de los que están a favor de obra, de los que están en contra y de los que aún lo están meditando.

Mientras, la ciudadanía trata de asimilar que no se renueva el Consejo General del Poder Judicial porque depende de una decisión política y aquí nadie quiere ceder ni un milímetro ni que se despolitice el ámbito judicial por mucho que la Constitución recoja que existen tres poderes: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Si eso respondiera a la verdad, si realmente fuesen autónomos y no existiesen las puertas giratorias que lo mismo sirven para colocar a un amigo que a un rival molesto, los nombramientos del CGPJ no estarían bloqueados desde hace cuatro largos años. Se asemejan cada vez más el tren a Motril: que cada vez que parece que se acerca la posibilidad del milagro, surge una menudencia que es trascendental y que no se había contemplado.

Porque todo el mundo sabe que el diablo está en los detalles, en esos flecos, en quíteme usted esa palabra o póngame esta otra, que es lo que discutían la mano izquierda de Sánchez, Félix Bolaños, y la derecha de Feijóo, González Pons. Una palabra a destiempo, ya se sabe, puede dinamitar una relación. Por eso en España nunca llegamos a los meollos de los asuntos trascendentales: interesa alargar los procesos a base de palabrería fina para justificar el sueldo, excusándose en la manida diferencia ideológica. A esto se han sumado en esta ocasión varios factores esenciales: la arrogancia de Sánchez que ha intentado vender desde Sudáfrica la piel del tigre antes de cazarlo/firmarlo, la torpeza de la ministra Montero presumiendo en un debate de presupuestos de una futura reforma del código penal para quitar relevancia al delito de sedición (que implica darle una bofetada al contrincante en son de paz y casi sin querer, sea de su partido o del contrario, con la inocencia que ella acostumbra) y la indefinición de Feijóo, que, como se descuide, va a quedar descabalgado por Ayuso del liderazgo de la derecha. Porque la filtración de la negativa de la presidenta en relación a la posibilidad de pacto PP-PSOE en este tema (o en cualquier otro) evidentemente es interesada y sólo puede haberla revelado ella misma, que estos días ha andado por Galicia de precampaña, dándose un baño de multitudes y haciendo un canto a la tierra, hey. Isabel tenía que mostrar al mundo quién manda en casa y preparar así su espacio como sucesora del pater Feijóo, el hombre tranquilo que vino a poner orden y seguramente ya ha descubierto que un problema primordial del PP es la ambición de la madrileña. Y, mientras los partidos constitucionales se esconden debajo de los flecos para no desbloquear la justicia, los radicalismos se frotan las manos percibiendo la ventaja que pueden sacar. Tal vez se han percatado de lo evidente: que con menos méritos se han forjado grandes repúblicas bananeras.

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