El olvido tecnológico que seremos: gestionar la información que deja alguien que muere

Durante la vida nos dedicamos a almacenar átomos y bits, pero de nada sirve: estamos condenados a la inexistencia y el olvido. Así que prometo vivir en adelante con menor impulso recolector y menos parafernalia. Más libre para morir más ligero.

 

Cuando murió mi madre, en julio, tuvimos que vaciar su casa de sus cosas. Tremenda tarea existencial. Uno es uno, sus circunstancias y todas las cosas que le rodean y que deja atrás como un último surco vital en el espacio-tiempo. Algo del que se va se queda en todos los materiales que le rodearon, unas últimas moléculas o unos recuerdos perennes, por eso a veces es tan difícil vaciar las casas de los difuntos, por eso hay gente que tarda años en hacerlo, por eso hay profesionales que se dedican a ayudar en esta tarea. Es que da cosa. El día que mi madre murió volví a casa y metí la cabeza en su armario tratando de rescatar el aroma que permanecía en su ropa, de la que pronto nos desharíamos: no hay nada tan evocador como el olor, que se introduce de manera muy directa, en forma de moléculas, en los receptores cerebrales del recuerdo y la emoción.

Una de las cosas que más me llamó la atención a la hora de deshacernos de las cosas que mamá había almacenado durante toda una vida fue la obsolescencia de mucha de la información que había guardado. Las actuaciones de su compañía de danza en formato de vídeo VHS o Betamax, por ejemplo. No teníamos dónde reproducirlas, pero encontramos que mamá tenía un vídeo VHS a tal efecto, que hacía años que no usaba. Introdujimos una cinta, la calidad era la pésima y la cinta, para colmo, no volvió a salir de las fauces del aparato, de modo que esa opción quedó inutilizada para siempre. No es fácil encontrar vídeos VHS a la venta en Internet, y mucho menos en sistema Betamax.

Eso no es todo. Mi madre guardaba decenas de cintas de casete, con música clásica y sesiones de meditación. Unas cintas de cuentos (llamadas El Cuentacuentos) que me gustaban mucho de niño. Tampoco teníamos dónde reproducirlas. Algún minidisc perdido. Una nutrida colección de vinilos clásicos que, estos sí, podríamos reproducir en algún tocadiscos, porque el uso del vinilo sigue, contra todo pronóstico, aportando distinción. Los CD, en cambio, fueron todos directos a la basura. Tenía un ordenador lleno de documentos y fotos viejas, pero estaba tan abandonado y lleno de basura y virus (el smartphone le había dejado en la cuneta), que era tedioso y difícil acceder a la información.

De toda la información que mi madre dejó detrás de sí, lo que mejor pervivió fue el papel: las fotos viejas, los recortes de periódico, las cartas manuscritas. Es curioso, el viejo papel. Poco después fui a la Biblioteca Nacional de España (BNE) a hacer un reportaje y comenté el caso, ya que en esa institución son expertos en conservar la información y viven en un extraño mundo a caballo entre el pasado, el presente y el futuro. Me dijeron que, efectivamente, el papel es lo que mejor conserva la información, y cuanto más antiguo sea el papel, más duradero suele ser. Quién nos lo iba a decir en tiempos obsesionados con lo digital. En la BNE, de hecho, tienen sistemas de prevención para pasar la información de un formato electrónico a otro en cuanto sospechan que el formato actual se está quedando obsoleto.

Es similar a cuando cambiamos de móvil y tenemos que pasar todas las fotos, los mensajes y los números de teléfono al siguiente terminal. Una continua huida hacia adelante para conservar esas fotos que nos hicimos el otro día tomando cañas. Recuerdo que hubo un momento en el que pasábamos horas y días grabando canciones y películas (cuando el pirateo era la norma) en discos Cd-Rom que luego nunca volvíamos a mirar, solo por el placer del almacenaje masivo. Eso ha cambiado con la nube y el streaming. Pero seguimos llevando encima teléfonos inteligentes donde las fotos y todo tipo de información va sedimentando de forma descontrolada, creciendo como aquel tumor en el páncreas de mamá.

Vaciar la casa de mamá me enseñó no solo que es difícil almacenar y conservar la información a través del tiempo, sino que, al final, nos vamos solos, desnudos y sin equipaje y que toda esa información y objetos que dejamos atrás son solo un engorro para los que vienen, que, a través de ellos, tratan de mantener viva, inútilmente, nuestra figura: estamos condenados irremediablemente a la inexistencia y el olvido. Prometo vivir en adelante con menor impulso recolector y menos parafernalia. Más libre para morir más ligero.

El olvido tecnológico que seremos: gestionar la información que deja alguien que muere

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