Llega 2023 con su ternura blanca y la cara de inocencia del niño recién nacido que abre sus ojos a la esperanza.

El año que se nos ha marchado, ya su ciclo cumplido y un rumor de pasos que se alejan, deja un sabor agridulce, una suma de aciertos y decepciones que propicia que pocas personas lo vayan a echar de menos. En fin, nada es perfecto, siguiendo la estela de la escena final entre Jack Lemmon y Joe E. Brown en ‘Con faldas y a lo loco’. Por lo menos nos ha servido para adaptarnos a eso llamado “nueva normalidad” bailando al ritmo de ‘Motomami’ de Rosalía en un país donde ya está constatado que los políticos no se ponen de acuerdo ni en lo más elemental; a saber: la renovación del CGPJ, la preocupante crisis sanitaria madrileña (en el Madrid de Ayuso tenemos dudas de que haya alguien al volante), la Ley Montero o la manera de frenar los daños colaterales en Europa de la guerra de Putin contra Ucrania que, para los españolitos, se manifiesta en una inflación tan angustiosa que ha obligado al gobierno a eliminar temporalmente el IVA de los alimentos esenciales por aquello de que da mala imagen que una parte de la población (la que no sale en las revistas de papel couchè ni te la encuentras en los restaurantes de la guía Michelín) tenga dificultades para poder pagar la diaria barra de pan, medio pollo y una docena de huevos.

A eso hemos llegado mientras nos han convencido de que celebrar estas fechas supone comprar hasta quedar exhaustos, dejar las estanterías de las grandes superficies vacías. Es decir tenemos por un lado el consumismo exacerbado vestido de Ralph Laurent, cargado de bolsas multicolor y, justo enfrente, el nuevo perfil de pobre que, hasta antes de la pandemia, ejercía de abogado o era el orgulloso dueño de una cafetería en un barrio de la periferia. Esta buena gente normal, con familias que mantener, no va a echar de menos lo que ha supuesto 2022 y tengo la impresión de que han puesto todas sus expectativas en un 2023 donde todos (y todas) estamos obligados a ser siquiera un poco mejores, alejados al fin del buenismo de cartón piedra de cada navidad mal entendida. No porque nos hayamos comprometido el treinta y uno por la noche justo antes de tomar las uvas con Cristina Pedroche de fondo, sino porque estamos alcanzando unos grados de falta de concordia en lo institucional y de insensibilidad en lo individual que empiezan a resultar preocupantes. Diciembre terminó con una mayoría del personal viendo exclusivamente lo que quería ver (y en esas fechas tan deformadas de su sentido originario sólo lo hermoso, lo alegre, lo emocionante y el despilfarro tienen cabida) y otra esperando con paciencia y resignación un cambio de ciclo, que la suerte pasase por su casa. Y la suerte, que es esquiva, tiene que materializarse pronto en más ayudas sociales, más compromiso institucional, una imprescindible unidad y mayor grado de implicación individual. Hoy, segundo día del año que principia, los buenos propósitos tienen que convertirse en actitudes solidarias y modos de proceder rotundos. En un corazón más puro que no se venza ante las injusticias y en la mano tendida al que sufre. Aún sabiendo que nadie es perfecto.

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