«Visita a mamá» por Alberto Granados
¿Y si no está y me libro de una situación que no me apetece…? Eso sería escurrir el bulto y esta tarde me he propuesto dar el paso. Tengo que hablar con ella y provocar las más que necesarias confidencias, para mí inaplazables. Me resulta muy difícil, pero deseo recuperar el amor que siempre he sentido por ella.
Es mi madre y debo salvar la distancia que nos separa desde aquello. Sé que nos resultará difícil. Nunca ha sido fácil la comunicación entre nosotras y llevamos demasiado tiempo haciendo como que todos somos ingenuos y jamás nos hemos dado cuenta de nada. Si ella ha tenido que disimular toda la vida es cosa suya, pero no mía. Las dos somos mujeres, esposas, madres… todo tendría que ser fluido entre nosotras, pero… Bueno, ya estoy aquí, ¿toco el fono o doy la vuelta? A estas alturas… ya que he llegado hasta aquí… subiré y le daré el potito a la niña, que le toca dentro de media hora. Después nos vamos.
-Abre, mamá, soy Conchi –intento encontrar el tono exacto, algo que suene más a alegría que a desconfianza.
Al abrirme la puerta, veo en su mirada un gesto grave, como de preocupación o intranquilidad.
-Mamá, ¡qué alegría! ¿Cómo estás?
Le sonrío y disfruto del calor de su abrazo. Siento una intensa ternura que casi ha difuminado la rabia que me reconcomía al venir.
-¡Hombre, hija…! –y me besa cálidamente-. ¡Y esta niña tan guapa! –dice, con una sonrisa al ver a la pequeña, casi dormida en su carrito. La besa y le acaricia la mano. Le hago un gesto y mezo un instante a la chiquilla-. ¿Quieres acostarla en una cama?
-No, mamá, que se despierta y se pone difícil. Esta niña es de las que si les rompes el ritmo, después nos da la noche… Voy a calentarle el potito…
Le va a sonar a excusa increíble y chapucera, pero en mi casa siempre se ha evitado decir las verdades. La realidad es que no deseo meter a mi hija en la misma cama donde murió mi padre. Sé que la ruindad no es contagiosa, pero me da un escalofrío pensar que mi niña tenga el menor contacto con semejante monstruo. La veo tan tierna, tan ajena a su maldad…
Me mira mientras me quito lentamente el abrigo, la bufanda, los guantes y miro la casa. Es un barrido de trescientos sesenta grados en que revivo aquella espantosa situación.
-¿Qué tienes? ¿Alguna cosilla rica, mamá? –le sonrío en busca de una complicidad que nunca supe encontrar.
Le cambia la mirada, se le escapa una sonrisa dulce de orgullo maternal que me emociona.
-Nada especial, pero… ¡algo sí que tengo! No se te vaya a olvidar llevarte unas croquetas que hice anoche. Ahora mismo te preparo una tartera con masa. ¡Lo que te han gustado siempre! ¿Te hago café?
-Si tienes descafeinado… es que duermo mal, ¿sabes?
-Y tengo carne en salsa, que tanto te gustaba… Gracias por venir a verme después de tanto tiempo, hija… –se le salta una lágrima que intenta ocultar poniendo dos tazas de café soluble y unos dulces. Se sienta frente a mí, pero no consigue mirarme a los ojos. Yo finjo que no me doy cuenta de su envaramiento. Doy media vuelta y abro el microondas para calentar el potito. Me siento una extraña en este piso, tan distinto del que fue mi casa… si es que esto fue una casa alguna vez… Mi madre siempre ocultó lo que se veía en el ambiente: que mi padre era un déspota que nos trataba sin ningún respeto a mamá, a Maribel y a mí… Parece que lo veo intentar hacerme una caricia y mi gesto de desagrado, casi de asco.
-¡Ay, hija, qué arisca eres! Maribel sí que me quiere, ¿verdad, chica?
Y mi hermana, a sus diez u once años se sentaba sobre sus rodillas y le hacía arrumacos, dejando claro que yo era la adolescente intratable y ella la tierna niña encantadora, dulce y cariñosa.
Imagen tomada de la web de Centro Vedana
Yo no tenía aún quince años, pero mis hormonas se habían empeñado en hacer de mi cuerpo el de una mujer. No podía percibir aún nada extraño. Eran mis padres, los quería y los veía absolutamente normales, incapaz aún de detectar la miseria que había en ellos. Ahora me parece mentira estar en esta casa, donde todo ha ido mal siempre. Es como si hubieran pasado mil años desde que me marché y la dejé sola cuidando al enfermo. Nunca supe qué debía hacer en aquella situación, pero sí que no quería la menor responsabilidad con aquel bastardo. Maribel ya se había ido con lo puesto dos años antes, en una huida que no supe evitar.
¿Por qué los recuerdos asoman siempre, tercos, contumaces, imposibles de conjurar? Me envuelven en una sensación de daños secretos, llevados en el más absoluto hermetismo, como si no se pudiera hablar de nada de aquello, tan grave e injustificable, como si el silencio fuera el único código válido en las relaciones de mi familia, porque eso es lo que éramos: una familia. Y un silencio así se fue llenando de disimulados agobios y deseos de huir.
-Perdona, mamá, estaba distraída. ¿Qué me estabas diciendo? – me observa con un gesto vagamente culpable.
Me resultan curiosos los circunloquios, las gigantescas elipsis con que se intentó siempre revestir de normalidad lo que estaba pasando aquí: los insultos que mamá se llevó, la repugnante violencia sobre mi hermana, el horror que se vivió en esta casa… Siento un nudo en la garganta y me arrepiento de haber venido, de intentar demostrarle a mamá que la quiero, que no la culpo… pero es que sí la siento culpable, irremediablemente cómplice de mi padre.
Mi poder de evocación, irrefrenable a mi pesar, me lleva de nuevo al momento en que Maribel llegó a la pubertad. En unos meses se convirtió en una chica preciosa. Todos nos dimos cuenta. La primera, ella, que empezó a poner mucho énfasis en la ropa, el maquillaje y el peinado. Se arreglaba continuamente y por primera vez la vi como una repelente presumida. Se le notaba el orgullo de ser guapa. Yo jamás sentí esa necesidad de presumir ni de lucirme, pero ella… estaba tan ufana por su belleza…
De pronto dejó de arreglarse. Incluso se abandonó en el aseo y llegó hasta a oler mal. Yo se lo reprochaba:
-Niña, ¿qué tal si te duchas y te cambias de ropa de cuando en cuando? –y por respuesta un gesto hosco, ambiguo, que entonces no supe interpretar.
Después vinieron los llantos incontrolados, los vómitos, los períodos de silencio fantasmal. Un cambio gigantesco en sólo unos meses… ¿Cómo no me di cuenta? Y, sobre todo, ¿cómo no lo vio venir mi madre? Yo era muy joven y no tenía el menor sentido de la maldad. Además, estaba empezando la carrera, un mundo se abría ante mí y me faltó sagacidad para entrever lo que estaba ocurriendo, pero mi madre… Lo que me atormenta es aceptar la dolorosa realidad: mamá se dio cuenta, pero le faltó valentía para atajar la situación. Prefirió callar, ocultar la verdad, con toda su gravedad, y seguir con su vida normal, con su estabilidad, como si no estuviera pasando nada, como si fuéramos una familia normal. Pero mi hermana estaba pasando un infierno. ¡Y tenía catorce años! El cuerpo de una preciosa mujer, pero era una niña… ¡Qué horror!
Mi hija llora y la saco del carrito para darle la comida. La urgencia de cuidarla me saca de mis dolorosos recuerdos por un instante. Al volverme con la niña veo los ojos de mi madre. Están húmedos de lágrimas. Comprendo que está sufriendo, que percibe mi acusación y no encuentra un solo argumento para defenderse. Me da pena. Con un estúpido pretexto que ni siquiera me molesto en comprender, sale de la cocina y al instante la oigo trastear en los armarios. Mi hija toma su comida con hambre. Me mira con glotonería esperando una nueva cucharada y, por momentos me sonríe. Pienso en su inocencia, en que se siente querida, atendida, segura. Me siento obligada a protegerla y darle un hogar donde no se sienta nunca en peligro, ni tenga que proteger a una hermana menor, como me tocó hacer a mí aquella noche con la pobre Maribel.
Le limpio la boquita y la tiendo en el carro. Empiezo a mecerla y en un instante se duerme plácidamente. Mi madre asoma. Me trae ropa que dejé en aquella época.
-Tu trenca. Ahora se vuelven a llevar –me dice en voz baja, sonriéndome-. Te la he llevado a la tintorería…
Me parece un subterfugio más para evitar hablar de aquella noche, de Maribel, de mi padre, de tanto embuste.
-Gracias, mamá. No tenías que haberte molestado… –me levanto y empiezo a prepararme para volver a casa. Sé que es una huida en toda regla. Abrigo, bufanda y guantes, la bolsa de la niña en el carrito, la trenca, las croquetas, la carne en salsa… y una absoluta desolación porque esta vez tampoco he tenido valor para hablarle de lo que sucedió aquella noche, que marcó la vida de todos en esta casa. Al besarnos, rehúye mirarme y siento lástima por ella. Sé que tendré que volver a verla y traerle a la niña con más frecuencia, pero me viene muy grande la situación.
Imagen de la web milenio.com
En el ascensor me vuelven los hirientes recuerdos. Era época de exámenes y tanto Maribel como yo apretábamos con los libros para no perder la beca. Dormíamos poco y mal. Aquella madrugada me desperté para ir al baño. Mientras me calzaba las zapatillas creí oír un sollozo y lo comprendí todo. Abrí la puerta del dormitorio de Maribel y allí forcejeaba con papá, intentando desasirse de su sucio abrazo. Al verme, él intentó salir subiéndose el pantalón del pijama. Sentí que tenía que proteger a mi hermana, como ella me había protegido a mí al asumir su papel de hija cariñosa, mientras yo era la rara, la arisca y despegada, incapaz de acercarme a mi padre.
Zancadilleé a aquel cerdo y las tres oímos con rotunda claridad el ruido de su cráneo machacándose contra la pared del pasillo. Esta vez mi madre sí oyó con nitidez el crujido, pues salió a atender a su marido. A nosotras ni nos miró. Y el caos: evacuación en ambulancia, los vecinos en bata por los pasillos, mi madre que se vistió y salió en un taxi hacia el hospital, Maribel en plena crisis nerviosa, y el mayor asco pensable en mi ánimo.
-Maribel, cariño, tú no tienes culpa de nada. Anda, tranquilízate… Si no quieres hablar de ello, no digas nada, pero cálmate, preciosa… –y ella, ovillada en mi regazo, llorando con el más absoluto desamparo.
-Él me decía que era normal, que no se lo dijera a nadie, que me echaría de casa…
-Olvida todo eso, Maribel. Ahora toca pensar en qué le va a pasar a él…
-Por mí, que se muera…, es un cerdo… O es que yo soy muy mala… ¿tú qué crees…?
Y yo, que estaba hundida, intenté animarla y darle el más cálido cobijo que pude. Me la llevé a mi cama y la abracé toda la noche calmando sus gemidos desgarradores y su temblor.
Mi padre estuvo en coma, al borde de la muerte, varios meses. Después se recuperó parcialmente, pero se convirtió en un pelele al que mi madre dedicó todos sus afanes: lavarlo, darle la comida, hablarle, estudiar su mirada inexpresiva en busca de un atisbo de racionalidad… Maribel y yo le ofrecimos ayuda, que sistemáticamente rechazó.
Nunca se habló de lo que había pasado. Nunca me acusó nadie de ser la culpable del accidente. Nunca supimos si ella lo había intuido todo, si había mirado para otro lado intentado que no la salpicara tanta podredumbre. Ni le preguntó a Maribel cómo estaba. Fui yo la que intenté apoyarla y llegué a ser para ella un remedo de su ausente madre, nuestra madre.
Papá sufrió varias hemorragias cerebrales y en una de ellas murió. Desde entonces, mamá se ocupa de cuidar sus cosas como si estuviera vivo, como si hubiera sido un marido y un padre ejemplar. Como si nada de lo que sucedió hubiera sucedido. Me rebelo contra esa actitud, contra el culto al marido muerto, tan distinto de la indiferencia que mostró hacia mi noviazgo y mi boda, la ausencia de Maribel o el nacimiento de mi hija.
Pero sigue siendo mi madre y la quiero inevitablemente. Pienso que debo venir a verla con mayor frecuencia. Por ella, que está sola con una carga de remordimientos que imagino insoportable, pero también por mí, para que me sirva de vacuna contra la estupidez.
No sé si le serví a mi hermana, pues tres años después de aquella noche, cuando volví del bufete se había marchado con todo su equipaje, sin una despedida, sin una simple nota, ni mucho menos una aclaración de dónde pensaba asentarse. Me llamó una vez para tranquilizarme: estaba en Barcelona, perdida en la multitud de la urbe, sin intención de empezar la carrera y sin ganas de volver por aquí. Ni siquiera quiso venir a mi boda, ni he podido decirle que ya tengo una hija de ocho meses que se llama Maribel, como ella…
El aire de la calle me despeja. Aspiro profundamente e intento averiguar qué siento exactamente por mi madre. He venido para mostrarle mi cariño y hablar de los secretos de la familia, pero me voy sin haber conseguido ni uno ni otro propósito. Se me saltan las lágrimas y pienso que tal vez no soy mejor que ella… Si lo fuera, ya me habría separado de mi marido, del que me consta que me la pega con su secretaria… Pero he caído en la misma trampa de silencio y ocultación de lo evidente. Incluso me he vuelto a quedar embarazada, cuando lo que tendría que haber hecho es alejarme de él. No sé si trato de justificarme, pero es que resulta muy difícil ser coherente… Por eso he pasado la tarde con mamá, tal vez necesito aprender de ella…
Alberto Granados