Federico, corazón de pájaro que roza la flor en la tarde, escribía que por los ríos de Granada solo reman los suspiros; Unamuno, robustez bilbaína de palabra precisa, la definía como plenitud oculta de vida silenciosa; jardín eterno se le antojaba a Chateubriand y virgen tumbada al sol le pareció a Dumas.

Todo esto sucedió mucho antes de que Juan Ramón dejase a Platero soñando estrellas en el huerto de la Piña, debajo del pino redondo y paternal, para venir a llenarse de Granada hasta la boca, justo cuando el paisaje sonaba distinto, como explicaba Falla, con esa melancólica cadencia excepcional que tiene todo lo granadino. Nadie olvide que, aquí, el tiempo no se mide en horas o en años; ni siquiera en siglos. Se mide en instantes de sorpresa, una magia que no cabe en vocablos y que únicamente la complicidad del silencio permite asimilar. Pero sucede que ya se ha guardado demasiado silencio y toca hablar recio, arremangarse a quienes aún anden despistados, perdidos en su mismidad intrínseca donde sobran lamento y falta movimiento, comenzar a practicar un granadinismo comprometido que sepa adónde quiere ir, aunando voluntades, consensuando propuestas. Deberíamos haber aprendido que la confrontación no nos mueve del sitio, pero nos cuesta.

La pregunta ahora es qué supone ejercer de granadinos militantes. Evidentemente, un cambio de actitud, de inicio. Todavía hay quien concibe Granada como una capital de cartón piedra heredada del abuelo, como un tesoro antiguo que hay que preservar de cualquier transformación que signifique ampliar horizontes de desarrollo; también están quienes consideran que, para ser granadino, es obligatorio haber nacido en Puerta Real, aplicando los criterios de limpieza de sangre vigentes en los tiempos de los Reyes Católicos. No se han enterado aún de que nuestro mayor patrimonio reside en la mezcolanza, de que ser de aquí es reivindicar Granada y defender firmemente sus intereses con hechos que trasciendan los gestos.

Tengo para mí que habitamos un misterio perpetuo, una languidez que se abraza, una serena añoranza de algo desconocido que nos sobrecoge ante la imposibilidad de explicarlo. Tal vez por eso nos hemos anclado al ritmo lento y se confunde el granadinismo activo con beberse los crepúsculos, igual que los gatos lamen el agua del Darro, mientras la vida acelera y nos atropella. Y no es esto, no es esto, hubiera podido decir Ortega y Gasset si hubiese analizado la parálisis cronificada de una ciudadanía que debe despertarse y ponerse a diseñar su destino aprovechando la fortaleza de su pasado. Lo cual que me parece que nos sigue faltando trazar el modelo heterodoxo de ciudad, determinar qué queremos ser y cómo, alejándonos ya de estultas discusiones bizantinas. No podemos perder más trenes, aviones, oportunidades y esperanza. Porque hasta la esperanza se desdibuja por momentos. La ciudad de las tres culturas se merece que nos planteemos seriamente qué legado le dejará esta generación, qué aportamos nosotros -cada uno desde su ámbito- para fortalecerla y hacerla habitable, pensando en los que vendrán. No caben más demoras, más palabrería, más sonrisas ni más estoicismo. Precisamente ahora, cuando se ha planeado rendir un homenaje a Francisco de Icaza, que nadie olvide sus versos porque no se nos perdonará estar ciegos en Granada. Esa habilidad extraña que tenemos para no habernos percatado aún de que el futuro que seguimos esperando pacientemente sentados empezó anteayer.

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