3 diciembre 2024

Érase una vez un mundo feliz, donde todas las personas eran estupendas; los niños -y niñas- se querían mucho, jugaban todos con todos, se reían sin parar y dormían plácidamente en unas casas grandes en las que nada faltaba mientras la luna creciente alumbraba sus sueños. Érase que se era una existencia en la que los adultos tenían unos trabajos muy cómodos a los que iban cuando les apetecía. El dinero no era un problema tampoco: mágicamente les crecía en los bolsillos para comprar cualquier cosa. Era tal la felicidad que en sus ojos se reflejaba la inmensa bondad de sus almas, una bondad universal, porque no había ni guerras fratricidas, ni desigualdad, ni discriminación, ni penurias, ni soledad, ni desamparo. Desde siempre había sido perfecto y lo acaecido, el presente y el futuro se daban la mano para mantener esa plenitud material y emocional en la que no cabía más que excelsitud y perfección.

Eso, necedad arriba, sandez abajo, es lo que pretenden despacharnos ahora algunos editores y ‘pedantegogos’ (el palabro no es mío, es del lingüista Gregorio Salvador) reconstruyendo una literatura, difuminándola para que no responda a la realidad ni a la voluntad con la que fue escrita, vendiendo a la infancia una dulcificación pedagógica que no hiera sensibilidades aunque, cuando crezcan, la realidad les abofetee la cara. Pero como no sabrán lo que es una bofetada, les va a pillar por sorpresa, claro. Porque en el mundo verdadero hay gentes malas y buenas con trabajos diversos, gordas y flacas, feas o hermosas dependiendo de quien las mire, con trastornos mentales o con buena salud, egoístas y generosos, pobres y ricos, agresivos y pacíficos. Es decir, diversos. Desde hace algunos años los defensores de lo políticamente correcto la han emprendido con nuestra literatura y, lo que podía haber sido una herramienta para aprender de la mano de los padres y de excelentes maestros, lo quieren convertir en un ridículo buenismo, inservible didácticamente. Ya empezaron con los cuentos de los hermanos Grimm, de Andersen, de Perrault que, de tan deformados, se parecen al original lo que un huevo a una castaña. Evidentemente hay que adaptar (lo imprescindible), pero convertir un libro en material para idiotizar es absurdo.

Ahora le toca al pobre de Roald Dahl, que cometió el pecado de no utilizar eufemismos (mayormente porque en su tiempo no existían), sino de acomodarse a su momento histórico construyendo unos personajes integrados -dentro de lo fantástico de su obra- en una sociedad manifiestamente mejorable, sí, pero que era la suya.

Charlie y la fábrica de chocolate’ o ‘Matilda’ no son distopías. Su lectura obliga a pensar, lo mismo que nos obligan a pensar los gestos, las actitudes de quienes tenemos alrededor. Porque la vida duele demasiadas veces. Hacerles creer a los niños que viven en el mundo de Huxley, ponerles anteojeras, no les ayuda a madurar, a apreciar que hay mucho por cambiar para hacer más habitable la vida, para seguir evolucionando. Engañarlos reescribiendo el pasado supone robarles la posibilidad de comprender que, ellos, de la mano de sus maestros y de sus familias y aplicando procesos de aprendizaje correctos, pueden transformar el porvenir. Esto únicamente se logra con un conocimiento interpretativo razonado, ejerciendo, desde una libertad revolucionaria y pacífica, modelos de actuación que los hagan mejores como personas. Y lo demás son cuentos.