Aquel trozo de tierra que heredó la bisabuela mientras alboreaba el siglo sobre los trajes negros con los mandiles inmaculados de las mujeres del campo. Los bancales de almendros que se compraron más tarde con el sudor de la frente de la abuela, trabajando a destajo con el abuelo. Se protegía ella con su pañuelo bajo el sombrero de paja en los mediodías de calor infinito del verano; o bien en los fríos inviernos, capa sobre capa de ropa vieja, mientras los sabañones de la posguerra dejaban las manos en carne viva. Luego llegó la madre y sólo el timbre de su voz hacía que crecieran los maizales, que los olivos duplicaran la cosecha, que el blancor del azahar de los naranjos fuese luz encendiendo la mañana. Y así, generación tras generación, ha ido haciéndose la vida rural, de norte a sur.

Las mujeres han sido un río de vida traspasando su amor agrario, en muchos casos, de madres a hijas hasta el momento presente.  Pero los  majuelos del Altiplano, los balates de las Alpujarras, las finquillas de labor en Alhama o en Otívar, como en cualquier otra región del país, mantienen todavía nombre de varón en los registros oficiales, aunque los aportase al matrimonio tradicional de gananciales y los trabajase a la par de su marido, una hembra, heredera de una saga de hembras valientes, fuertes, sin miedo a luchar para sacar adelante la familia, para ganarse el pan de sus hijos. Así ha estado escrito por los siglos de los siglos y así permanece todavía.

Ahora, en Granada, la diputada de Igualdad, Mercedes Garzón, ha puesto el foco sobre esta realidad invisibilizada y lleva tiempo desarrollando una campaña que haga ver a las propietarias que, aparte de serlo, deben igualmente tenerlo reconocido en las escrituras, aplicado la Ley de Titularidad Compartida de Explotaciones Agrarias. Una normativa que aún no es lo suficientemente conocida y que viene a dar a cada uno su sitio. Porque no se trata de restar derechos al varón, sino de darle los suyos a las féminas, de  trabajar de hecho y de derecho esa igualdad que todas las personas de bien reivindicamos como algo natural y lógico en la sociedad del siglo XXI. Y, cuando llega el Día Internacional de la Mujer y la gente se acuerda de salir a la calle con las pancartas reivindicativas, es importante que no nos olvidemos de desbaratar estas costumbres arcaicas que, sin maldad apriorística (y en otros casos con una maldad encubierta) acabaron por hacerse leyes a pesar de lo injusto de su origen.

Parecieran estos unos gestos pequeños, lo sé bien, pero conllevan romper con un capital simbólico patriarcal, respondiendo a una ambición de justicia que trasciende un papel timbrado. Vienen a reforzar la identidad y a dignificar el lugar de aquellas bisabuelas que colocaban los membrillos fragantes entre las sábanas de los arcones, el de las abuelas cargadas de años, con su cesto de mimbre y la vara con el gancho para recolectar los mejores higos al amanecer, o el de las madres que limpiaban las acequias reales para que, hoy, esos sembrados que laboran cada día las hijas sigan dando frutos ciertos. Esta es la verdad que canta la tierra: la que rescata al fin del silencio una parte fundamental de la Historia de las mujeres de España.

FOTO: DIPUTACIÓN DE GRANADA

 

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