«José Antonio Mesa Segura en el recuerdo» por Alberto Granados

Cualquiera que haya cumplido mi edad tiene que ser consciente de que atraviesa un campo de minas y de que cada noche, al acostarse vivo, es como si hubiera levantado un pie sin ninguna consecuencia y debe celebrar haber vivido un día más.

Dicho de otra forma, vivimos en tiempo de descuento. Lo sé por haber perdido a mis padres, a un hermano, a varios primos y a un número tristemente dilatado de amigos y soy consciente de que cualquier día una simple disfunción vital, una gotera, puede sobrevenirme y terminar conmigo. Pese a aceptar esa determinación fatal, cuando se me muere alguien querido lo paso muy mal y hasta tengo cierta fobia a los pésames y muestras públicas de dolor, que me hacen ver que me acerco a los primeros puestos de la fila de espera.

          El último amigo que he perdido ha sido José Antonio Mesa Segura, miembro de la tertulia que tuvimos en la cafetería del hotel Juan Miguel, en Puerta Real. Lo conocí a través de mi querido amigo Francisco Gil Craviotto, el escritor y hombre bueno de la intelectualidad granadina, que fue quien me llevó a la tertulia, voluntariamente mínima.

          En la tertulia surgía un tema local y todos mirábamos a José Antonio, esperando la anécdota o las circunstancias biográficas del aludido. Empezaba siempre: Vosotros conocéis a…?  Y al decirle que no, abría su capacidad de evocación y nos dejaba embobados, hasta el punto de que cuando yo volvía a mi casa, mi mujer me preguntaba qué me había contado José Antonio. Era muy ameno, muy honesto y rehuía as circunstancias que pudieran enturbiar al biografiado, aunque a veces me miraba y me contaba alguna de estas circunstancias con mirada pícara diciendo: Dos segundos de chismorreos y volvemos a la seriedad, que es muy higiénico desmadrarse un instante de cuando en cuando. Junto con sus anécdotas, refrendadas la semana siguiente con las fotocopias que nos traía, tuvo el mérito de sacarse de la manga una editorial, Albaida, que estuvo funcionando unos 20 años y que se dedicó a los autores que habían escrito sobre Granada. Sé que me hizo una ficha en que apuntaba los libros que me iba regalando, el último de ellos el pasado 23 de diciembre, que fue la última vez que estuve en su casa: Granada insólita, una colección de textos y plumillas de Enrique Villar Yebra, del que fue amigo y quedó como albacea junto al pintor y profesor de Bellas Artes Juan García Pedraza, que asistía a nuestra tertulia ocasionalmente.

José Antonio era granadino por los cuatro costados, nieto de Juan Pedro Mesa de León, el periodista que dirigió varios periódicos en Granada y otras ciudades con notable solvencia en el cambio de los siglos XIX al XX. También era hijo de Mesita, cariñoso apodo con que se conoció a su padre en el mundillo periodístico local. Ambos fueron entrevistando a personalidades granadinas y de ámbito nacional. Ambos fueron acumulando una biblioteca y un archivo documental del que José Antonio era depositario y que lo convertía en verdadero maestro de la memoria oral de la ciudad, y en la tertulia desgranaba anécdotas o nos traía fotocopias de revistas y periódicos que atesoraba con verdadera ansia. Su prodigiosa biblioteca se acercaba a los 30.000 volúmenes, de los que una buena parte eran primeras ediciones, firmadas por gente de la talla de Pío Baroja o Valle-Inclán, con los que mantuvo una correspondencia que él archivaba con todo el amor del mundo.

Una de sus preocupaciones de los últimos años era precisamente qué hacer a su muerte con esa biblioteca-archivo. Le producía horror que ninguna institución acogiera ese legado, que ocupaba dos pisos. Ni la Biblioteca de Andalucía podía afrontar el reto por falta de espacio físico y eso la ha estado corroyendo los últimos meses de su vida.  

          No sé por qué, se sintió atraído por una figura que rozaba lo grotesco: José María Carulla, el canónigo que escribió la Biblia en versos ripiosos y quiso ser miembro de la compañía de zuavos que defendían, en teoría, los Estados Pontificios. Realizó una curiosa investigación, a medias con José Luis Garzón. Apareció también en un librito dedicado a doña Paquita, la maestra purgada por su republicanismo que montó en su casa una escuela en que él hizo sus primeras letras. Y su firma también estuvo presente en otras publicaciones colectivas y bastantes artículos aparecidos en Ideal. Hubo un momento en que pensé que no debía perderse su capacidad narrativa ni su memoria de la ciudad y su gente y le propuse montarle un blog en el que diera rienda suelta a sus recuerdos. Me dijo que no quería reconocimiento alguno ni encontronazos con esta ciudad tan rara que él tanto amó. Casi no salía de su casa y cada sábado, cuando los demás miembros de la tertulia volvían a sus casas, él se venía conmigo hasta Correos, donde recogía su correspondencia en un apartado que se empeñaba en mantener.

          Todo eso se pierde con él. Lleva solo unas horas muerto y ya lo extraño con verdadero dolor de pérdida. Ahora quedan Encarnita, una viuda que se queda sola y una biblioteca que raramente será frecuentada por nadie. Y el silencio que siempre acompaña a la muerte. A sus amigos contertulios (Francisco Gil Craviotto, Manuel Arredondo, Francisco Luis Díaz Torrejón y yo mismo) nos quedará el recuerdo de tantos momentos gratos y de su humildad. Que la tierra te sea leve, compañero del alma, compañero.  

Alberto Granados

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