22 noviembre 2024

De las manos de sus maestras y maestros, se descubre el valor inmenso de los libros, la trascendencia de esas bibliotecas que son el alma de los colegios

Con la primera luz de la mañana, las palabras se levantan con ojos dormidos, toman el desayuno, cogen sus carteras y se marchan al colegio. Luego, en cuanto suena el timbre, van acomodándose en sus sillas (a las que más les cuesta sentarse es a las que tienen eñes, porque se les cae constantemente el sombrero) y sacan despaciosamente sus lápices de colores y unos cuadernos níveos que, poco a poco, mágicamente, se van llenando de dibujos de niños.

Porque las palabras piensan en niños cuando van a la escuela y aprenden su oficio, lo mismo que los chiquillos piensan con palabras. En las aulas se revela el nombre preciso de las emociones y los objetos; allí, los adjetivos traviesos practican para ser color, olor, sabor, textura o sonido. Y los verbos, más disciplinados, aprenden las normas para conjugarse ordenadamente, a pesar del ruido que hacen siempre las preposiciones que, como son pequeñas, tienen recreos más largos y juegan al escondite con las conjunciones, mientras las interjecciones protestan enfurruñadas porque los adverbios no les pasan el balón. Es lo de siempre: todo el mundo sabe que, a los adverbios, con esas caritas de no haber roto nunca un plato, les encanta ser protagonistas, decidir si algo se puede hacer o no y cómo o cuándo hacerlo.

Así van creciendo, con las estaciones, lo mismo que madura el trigo dorado de sol, para convertirse en libros imprescindibles.  Nadie me lo contó nunca, pero conozco el secreto, lo mismo que lo saben los chiquillos que son los agricultores de las palabras, los pescadores que atrapan en sus redes tesoros escondidos, esos que aparecen en el momento preciso para contarnos una historia, o versos limpios que cantan alegres aventuras de piratas valientes, como aquel de Espronceda, que se dormía arrullado por la mar: “Con diez cañones por banda,/ viento en popa a toda vela,/no corta el mar, sino vuela/un velero bergantín;/bajel pirata que llaman,/por su bravura, el Temido,/en todo mar conocido/del uno al otro confín”. Es entonces, de las manos de sus maestras y maestros, cuando descubren el valor inmenso de los libros, la trascendencia de esas bibliotecas que son el alma del colegio, su centro neurálgico, porque todas las emociones posibles nos esperan allí, deseosas de que las escojamos con las manos párvulas, henchidos de inocencia expectante. “Pequeño niño, dulce asombro, / palabra, /estancia y primavera y abril en tu sonrisa”, escribió Mariluz. Tenemos que ser siempre un poco niños, no perder la capacidad de sorpresa, como los maestros, como las palabras sublimes. Por eso me gustan tanto estos compañeros que cuidan con esmero las bibliotecas escolares, esas cuatrocientas personas que llenaron el pasado jueves la sede de la Fundación CajaRural, brillantemente coordinados por el equipo de la Red Provincial dependiente de la Delegación de Innovación Educativa y FP; fue emocionante escucharlos, aprender de sus experiencias de amor a la lectura, de su pasión por enseñar desde la cabeza y el corazón que los buenos libros son hermanos de la libertad. Todos ellos siembran la semilla que fructificará en muchos chicos de las nuevas generaciones y la riegan cada día. Por eso y ante tanta generosidad entusiasta, la palabra gratitud se alza como una paloma, les aplaude y les da un beso con olor a laurel. Sabe bien que en nuestros docentes depositamos, confiados, todas las esperanza del futuro.