«EL COLOR DE LA MEMORIA» por Remedios Sánchez
La memoria tiene un color amarillento que se va desdibujando en los bordes conforme crecemos hasta dejar sólo la esencia.
Es el patrimonio de la infancia, que se dulcifica o se convierte en territorio hostil, depende del caso; permanece a retazos, fragmentado en aquello que nos marca a perpetuidad. Se van borrando los gestos ampulosos y quedan los pequeños instantes convertidos casi en una foto fija del segundo preciso e imborrable que se recrea mil veces. Nadie recuerda seguramente cómo lo enseñaron a leer o a escribir, pero mantiene en la retina, aunque sea de manera imprecisa, los rostros de aquellos gatitos que eran la familia Micho (Morito, Canelo y Michín, hijos de papá Micho y de mamá Gata, no nos olvidemos) y sabe que eran el fondo de aquel momento vital; tampoco cómo aprendió a nadar, pero rememora el primer olor a mar, las olas verdiazules enfrentadas al flotador violeta pero, especialmente, la textura del brazo del padre, protegiéndonos del miedo a la inmensidad desconocida.
Poco a poco también se desvanecen los perfiles exactos del rostro del primer amor, cuando la infancia daba paso a la adolescencia rebelde, pero nunca las mariposas azules desbordando la risa tímida cuando las miradas se encontraban. Y sin embargo todo fue, todo sucedió en el pasado y queda detrás de una lluvia fresca y perdurable que ha calado sin que hayamos pensado siquiera en ello, evocación que nos edifica tal y como somos hoy: la condición ética de cada cual, la manera de proceder, de afrontar la vida y sus reveses. Lo importante de lo que conforma la identidad de una persona adulta, lo básico se fragua en la niñez, aunque poco a poco perdamos la conciencia de ello.
No hay racionalidad en la infancia: hay instintos, un ir tanteando como quien no ve, arriesgándose en cada paso y con la guía de nuestros mayores. Quien crea que la madurez nos hace lo que somos seguramente se equivoca porque la imagen verdadera que devuelve inconscientemente el espejo por las mañanas es una que sólo vemos cuando estamos frente a frente con nuestra soledad (soledad es un instante de plenitud, afirmó Montaigne) y la condiciona la emoción, nunca el raciocinio, por mucho que nos esforcemos en creernos la efigie de barro que erigimos cuando nos vestimos de personas serias y ordenadas. Porque en cada uno sigue viviendo, convenientemente escondido, el niño que reía fuerte en el columpio queriendo alcanzar el cielo o la niña que, en las tardes largas del verano y con las cigarras estridulando de fondo, convertía los libros en un paisaje de aventuras donde siempre triunfaba el bien.
Por eso, siquiera a ratos, hay que sacar esa infancia de paseo, calzarse sus zapatos para mirar el mundo con inocencia, con la pasión que hemos ido aprendiendo a sojuzgar por el camino, con aquellas ilusiones, las esperanzas que nunca alcanzamos, pero que pueden aún ser posibles si somos valientes y dejamos de engañarnos. Porque nada está perdido, yo invoco al futuro en defensa de nuestra autenticidad, de todo lo que no es artificiosa apariencia condicionada por las obligaciones. Hay que rescatar la nobleza de aquella memoria limpia para encontrar el verdadero sosiego. Y también, seguramente, cantar; porque, como escribió Pilar Paz Pasamar, en determinados momentos de la vida, cantar, cantar, cantar es lo único que importa.