Ellos ponen las armas para los crímenes y el pueblo pone los cadáveres, como ha sucedido siempre, a lo largo de la Historia

Mientras la vida se va convirtiendo cada día un poco en un cancionero y romancero de ausencias -como aquel que escribiera Miguel Hernández- y el calendario se acerca irremisiblemente a noviembre que es el mes de los muertos, va reactivándose otra guerra; esta vez entre palestinos e israelíes que ha estado asomando su rostro de espanto y negrura desde hace un siglo, literalmente desde la Primera Guerra Mundial.

Cualquier persona de buena voluntad coincidirá en la rotunda condena al terrorismo que implica el grupo de homicidas de Hamás, esos fanáticos que disfrutan sintiéndose paladines del sufrimiento; y, también, en la reprobación clara de la insistencia del gobierno israelí para controlar más y más territorios, especialmente desde la Guerra de los Seis Días de 1967 con el apoyo de Jordania, Siria e Irak. Unos y otros, guerrilleros y radicales (ahora liderados por Netanyahu) se han confabulado para que las hostilidades no cesen y sean las bombas, las calles desiertas, los llantos o la sangre derramada, las protagonistas imperecederas de la cotidianeidad de dos pueblos condenados a la convivencia desde que así lo decidió la ONU en 1948.

No nos llevemos a engaño, es la táctica cuando entre las propias filas hay disidencias: atacar al enemigo común para olvidar los conflictos internos, un modelo tan perverso como válido, a tenor de los resultados que vemos. Y los resultados son 1500 víctimas en una semana escasa. Poca cosa, si se compara con Ucrania, que ha pasado a un segundo plano de un plumazo. No es personal, sólo geoestrategia de quienes deciden el destino del mundo atendiendo a sus intereses. Ellos ponen las armas para los crímenes y el pueblo pone los cadáveres, como ha sucedido siempre, a lo largo de la Historia que sale en los manuales y con la que nos han enseñado desde pequeños que hay países que son poco más que peones de un tablero de ajedrez gigante. Y esas naciones se pueden llamar Israel, Palestina, Ucrania, Azerbaiyán, Siria, Afganistán o incluso Nicaragua, tan olvidada allí, en Centroamérica, a mayor gloria de un sátrapa que ha exterminado, encarcelado o expulsado cualquier oposición ante el silencio internacional, clara evidencia de que el daño se valora acorde al precio del petróleo u otros beneficios que explotará un tercero. Porque en las luchas fratricidas los únicos que pierden son los ciudadanos normales de manos limpias: los panaderos, las médicos, los albañiles, las maestras…  En este caso concreto, los nadies gazatíes del norte que empiezan su diáspora.

En España sabemos mucho de guerras, aunque a veces a algunos se les olvide: nuestros abuelos vivieron una que, luego, padecieron nuestros padres y que, de alguna forma, ha acabado por tocarnos el corazón a nosotros, herederos del dolor de quienes hicieron un nudo con su tragedia para que el rencor habitara exclusivamente entre los asesinos, porque en ellos nunca cupo. Por eso, en este tiempo que abarca la nostalgia de los seres queridos que ya no están salvo en la memoria perdurable, habría que poner encima de la mesa una ambición de paz auténtica. Que sea verdad, porque casi nunca lo es. Por eso seguimos anclados en la maldad irrefrenable sin recordar aquellos versos hernandianos: “Tristes guerras/ si no es amor la empresa”. Tristes, sí, angustiosas e irracionales demostraciones de nuestra condición miserable, para infinita desolación de quienes únicamente usan como arma la palabra.  

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